miércoles, 8 de enero de 2014

KEATON, La Ciudad Perdida. Fragmento 6.




“Extractos del diario de Adolf Churchil. Por Ada Churchill”.

            Lunes, 13.

            <<Ayer recibí una notificación del consejo. Parece ser que ese viejo loco de Joachim sigue dando guerra todavía, tantos años después, quién lo iba a decir. Están muy enfadados porque ha intentado enviar varias cartas al exterior, al alcalde y al propio consejo solicitando recursos para una nueva investigación: toda una serie de vehículos a motor impulsados por un derivado de la energía eléctrica humana.

            Sinceramente, pensaba que hacía años que se había abandonado toda investigación en este sentido. Es más, pensaba que este maldito loco visionario ya estaría comiendo sopas y babeando en algún geriátrico, bajo los efectos de su propio invento. El caso es que me toca ir y ver de qué se trata, el caso es que no me apetece, no después de todo el daño que me han obligado a hacerle a él y a su familia. Todavía no puedo quitarme de la cabeza la imagen de Lucy, la mujer de Jason, el día que fuimos a por ella y a por el bebé, el día que los arrancamos de su casa y los reubicamos en las afueras, el día que les borramos la memoria y les proporcionamos una nueva vida. Y todo para quebrar la voluntad de Jason y evitar que siguiera obsesionado con su padre y la investigación de su desaparición.

            Intentaré ser amable y comprensivo, intentaré compensarle de alguna forma por el daño que le hemos causado, que le causado. >>

            Martes, 14.

            <<He llegado sobre las 12. Joachim me ha recriminado que fuera bien vestido, por haberme   convertido en un “señorito”, y por haber abandonando las investigaciones. Estaba terriblemente envejecido, se había  consumido totalmente, la barba rala, gris y larga estaba repleta  de restos de comida, la cabeza calva en el centro y con varios mechones de pelo blanco sobre las orejas, estaba manchada y apergaminada.

            Nada más entrar en el laboratorio tuve la certeza de que realmente estaba loco, no sabría decir si  por los efectos del reloj energético, o por la propia edad. Nada más entrar supe que  no había ningún descubrimiento, que no había nada, solo los delirios de un viejo loco solitario. Aún así me mostré amable y condescendiente. Sus ojos abultados y fuera de sus órbitas me inquietaban, pero aún así permanecí allí, esperando a que terminara.

            - Joachim,  me alegro de verte tan bien.  ¿Qué era eso tan importante que querías contarnos?.  - Le he dicho con amabilidad.

            No me contestó, me cogió del brazo y me llevó junto a la mesa de experimentos. Allí sacó  un pequeño cuaderno y comenzó a enseñarme los dibujos que había realizado. En él, me mostraba dibujos de animales defecando. Unos dibujos que podrían haber pertenecido a un niño de cuatro años. Luego, dibujos de probetas e ingenios imposibles mediante los cuales procedería a destilar los excrementos y convertirlos en un líquido que daría energía a todo tipo de maquinaria. Lo dejé que hablara, se le veía ilusionado. Le debía por lo menos eso.

            Cuando hubo terminado, le dije que me parecía una idea excelente, y que hablaría con el Consejo para que le dotaran de fondos. Saqué mi reloj para ver la hora. Es escalofriante pensar  el efecto que estos malditos objetos ejercen sobre las personas y la cantidad de principios y amigos que he tenido que traicionar para librarme de sus influjos.

            Al ver mi reloj paró de hablar y se quedó mirándolo admirado. - Es un reloj - ha dicho el pobre loco.- ¡Un reloj¡,  ¡Un reloj¡- gritaba sin parar de dar vueltas sobre sí mismo y bailar sobre una pierna. Tras demostrar tanta efusión se ha detenido sobre un pie, fatigado y con la mirada perdida. Lentamente ha sacado el suyo propio como si no supiera que tenía uno.

            Mirando alternativamente su reloj y el mío ha empezado a gritar que eran iguales, agarrando el mío con una mano y el suyo con la otra y juntando las esferas, con risa de loco y reemprendiendo el baile.

            Después de unos minutos se ha cansado y se ha puesto a dibujar más animales defecadores en su libreta. Pobre hombre, está completamente loco.

Viernes 17.

            Vaya. Cómo se nota la edad. Toda la vida escribiendo este diario, sin faltar ni un solo día, aunque solo fuera para desearle las buenas noches a las generaciones venideras, y ahora he pasado tres días que ni recordaba su existencia.

Sábado 25.

            Hola. Me he encontrado este diario y me parece muy interesante lo que pone en él, he decidido devolvérselo a su dueño.

            Adolf Churchill>>.

            Así finaliza el documento, el cursor llega al final y el lector comienza a chasquear de nuevo, como si estuviera leyendo algún otro archivo, o buscando algún otro contenido. Miro por el retrovisor mientras,  un Rolls Royce, modelo Excellence, se acerca a poca velocidad por la carretera de acceso.

Me recuesto en el asiento de cuero del Playmouth, jamás hubiera imaginado algo así, observo mi propio reloj del bolsillo. ¿Un reloj que consume la memoria del portador?. Sí que es verdad que hoy en día casi todo el mundo llevaba uno parecido, se había puesto de moda todo lo que oliera a antiguo y la gente sacaba a pasear sus reliquias familiares con orgullo. Inconscientemente, acaricio la parte trasera, las letras grabadas en el oro macizo y levanto ambas cejas mostrando incredulidad.

Recopilo mentalmente los datos mientras observo la aguja del segundero avanzar por el interior del reloj. Las letras doradas,  “Keaton Watch”, sobre la superficie de la esfera reflejan la luz del sol con inusitada persistencia.

Según lo que acabo de leer, el cofre que encontré en  la casa de Churchill  contenía un chip de memoria que, supuestamente, había grabado mi padre años atrás, con el fin de que llegara a mis manos y me revelara la tremenda felonía que los Kingston estaban inflingiendo a la población de Keaton. Por su parte el recorte de periódico contenía ocultas las siglas “S10M3B”. Lo saco del bolsillo y lo pongo junto al reloj. Con mucha dificultad y, con ayuda de una pequeña navaja soldadora  que siempre llevo en la guantera, manipulo la rueda de configuración, la obligo a salir del hueco en el que está encajada, pongo el segundero en el 10, el minutero en el 3, ¿y la b?. No me da tiempo a pensar nada más, el reloj emite un chasquido y la esfera se desplaza hacia arriba un par  de centímetros dejando a la vista una pequeña oquedad en la que hay un chip de memoria similar al anterior. Introduzco la punta de la navaja y lo extraigo, lo que provoca que la esfera  vuelva a su posición original.

Entretanto, el Rolls Royce ha llegado hasta mi posición. Enfrascado en mis descubrimientos no me he dado cuenta que el conductor ha parado el motor  y lo ha colocado paralelamente a mi vehículo. Con fastidio, giro la cabeza hacia el otro hombre y frunzo el ceño con el fin intimidarlo e instarle a que continúe su viaje. No tardo en darme cuenta que, los que están junto a mí, son los dos matones que el día anterior se habían llevado a la Señora Churchill a empujones.

Dejo caer el chip de memoria entre mis piernas y aterriza en la alfombrilla del vehículo. Agarro con más fuerza el mango de la navaja con intención de usarla si fuera necesario,  el conductor del otro vehículo siquiera me ha mirado, siquiera ha hecho ademán de salir. Parece que esté consultando algo en su propio panel de identificación.

Asiente con la cabeza y se quita el sombrero dejando a la vista  unos extraños implantes conectados por varios cables y soldaduras  a las gafas de sol. Tras unos segundos, las diferentes conexiones comienzan a  emitir una luz suave y  dorada. Me dedica una mirada dura e intensa a través de las oscuras lentes y mi propio reloj energético comienza a refulgir de forma sincronizada.

***
           
Son las 7:00 de la mañana. El despertador ruge en la mesita de noche consumiendo mucha más energía de la que yo tendré en todo el día. Manoteo a ciegas hasta que consigo apagarlo, el tacto frío de las campanas superiores y el zumbido de la célula de energía al autorecargarse me recuerdan la rutina diaria a la que en breve tendré que hacer frente.

Me siento en mi lado de la cama, mi gran cama, 1,50 metros de solitaria extensión, ella no está, hace años que no está. Me desperezo con parsimonia evitando el momento en que mis desnudos pies besaran el frío suelo de la habitación, en que un escalofrío me recorrerá el cuerpo y esperaré, con familiar tensión, escuchar el llanto de un bebé, mi bebé, nuestro bebé. Un bebé que ya tendrá seis años y seguramente estará llorando en otro lugar.

Finalmente me despego de la cama, cruzo el corto espacio que me separa del aseo, pulso el interruptor y un frío neón se acciona sobre el espejo. La suciedad y la decrepitud se disputan los bordes de mi reflejo. El neón de bajo consumo chisporretea en la habitación  y el espejo me devuelve una demacrada imagen. ¿Ese soy yo?. Debo serlo, sin duda, más viejo, más delgado y con menos pelo, pero yo, al fin y al cabo. Unos ojos marrones, tristes y sin vida me  observan con desprecio sobre unas ojeras negras que han estado ahí durante años. Una nariz grande, recta y una cara alargada, de gestos duros termina de componer el semblante, el pelo moreno, ralo, empieza a clarear cediendo terreno a la frente.

Termino de asearme y me dirijo al salón pateando por el pasillo la última botella vacía de “Whisky Keaton” que consumí anoche. Keaton, maldita ciudad y maldito Whisky. No me acuerdo de nada de lo que hice ayer.


FIN DEL RELATO

Texto: Joaquín Torregrosa Luis. 
Imagen: María José Torregrosa Luis

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