jueves, 21 de noviembre de 2013

KEATON, La Ciudad Perdida. Fragmento 2.


Planta, 45. Me detengo ante una puerta de madera blanca cuya parte superior está cubierta por un cristal opaco. Unas pegatinas con forma de letra adheridas al cristal conforman mi nombre y mi profesión. Jason Steinbeck. Abogado.  Abro la puerta, una pequeña mesa, un perchero de 4 brazos, 3 sillas, una estantería  y un ordenador ATS componen todo el mobiliario. Me siento frente al ordenador personal, enciendo la pantalla y el familiar fulgor verde e intermitente me ilumina la cara. El clásico menú del Edificio Comercial me da la bienvenida con una efusión parpadeante y me informa de las ofertas comerciales del día. Han abierto una nueva tienda de mascotas mecánicas, los implantes auditivos tienen un 50% de descuento en Clever&Weber, mientras  Jestons Insurances se ofrece a hacerme un descuento en el seguro de mi Playmouth. En un banner inferior que ocupa un cuarto de la pantalla, una foto del rubicundo Alcalde Kingston, nos recuerda que la renta per capita de sus ciudadanos es un 50% superior a la del resto del país.

             Sin prestar atención a la publicidad pulso la blanda pantalla sobre el icono de noticias del día. Las páginas del periódico que el conserje estaba escaneando e insertando en la Red del Edificio aparecen en la pantalla. Utilizo la rueda que hay en el lado derecho de la pantalla para pasar las páginas, y la que hay en el lado izquierdo para acercar el texto  que me interesa.

Como siempre, asesinatos, pobreza y desagravios en el resto del mundo, mientras que Keaton, nuestra adorable ciudad, se mantiene próspera y segura gracias a los innumerables esfuerzos de nuestros dirigentes y las fuerzas del orden.

Un titular me llama especialmente la atención: “Hermann Kingston, el primogénito del Alcalde Kingston inaugura una nueva planta de procesamiento de carbón.” Adopto una  sonrisa velada, más amarga que alegre y exclamo para mí - valientes hijos de puta, siguen monopolizándolo todo.

Y así es, en esta ilustre ciudad o trabajas en las minas de carbón o trabajas en las fábricas o eres el esclavo de uno de los Grandes Edificios Comerciales. Yo tuve suerte, mi padre, antes de desaparecer, había ganado lo suficiente para pagarme los estudios y alquilarme esta oficina. Cuando  desapareció, me dejó con un trabajo sin futuro, una deuda con el Consejo de la Ciudad  y una serie de bienes que no podía pagar.

Con un puntapie desplazo la silla de escritorio con ruedas y me alejo de la pantalla. Me encaro al expediente que tengo abierto más de seis meses y lo cierro con mal humor. Ni un cliente en los últimos  meses, éste fue el último, y después de encargarme el trabajo nunca volvió para firmar las solicitudes, ... ni para abonar mis honorarios.   Remuevo el contenido del cajón  de la mesa en busca del  bote de aspirinas, engullo dos de ellas remojándolas  con los restos de un café del día anterior que reposan en el  fondo del vaso de cartón. Esta jaqueca constante me va a matar.

Unos tacones de mujer se oyen en el pasillo. El golpeteo es lento, cadente, tiene ritmo, las piernas que los impulsan deben ser esculturales. Los pasos se detienen frente a mi puerta y la silueta de una mujer se recorta contra el cristal. Enarco una ceja y observo como la bonita figura de la mujer permanece al otro lado de la puerta. Da una calada al filtro de su largo pitillo y golpea con delicadeza el marco.

Intrigado por la aparición, pero con la certeza  de que  se ha equivocado de planta, me acerco en dos zancadas a la puerta y la abro bruscamente. Unos ojos azules, intensos, me sostienen la mirada tras una tupida rejilla negra que  oculta  la parte superior de su rostro, bajo el embozo,  una media sonrisa de labios rojos enmarcada en un cara ovalada, blanca, fina, sin poros, provista de  una nariz recta, aristocrática.  Entreabre los labios suavemente  y deja salir una fina columna de humo aromático. Respiro con intensidad, absorbiendo cada matiz, el tabaco ligeramente mentolado, el perfume caro con aroma a rosas, el…

- ¿No va a invitarme a entrar? - pronuncia con una voz sensual y ladeando la cabeza.

Parpadeo y giro la cabeza hacia los lados,  se ha roto la magia del momento, si es que realmente existe la magia, carraspeo y con un gesto de mi brazo derecho señalo el interior del despacho conminándola a entrar.

Sin esperar más indicaciones desliza su cuerpo hacia una de las sillas que hay frente a mi mesa de trabajo. El vestido negro, de exclusivo diseño, le entalla las caderas y resalta su trasero, me quedo mirándola embobado y fingiendo esperar a que tome asiento para cerrar la puerta principal. El frufrú del vestido y el golpeteo de los tacones componen una melodía  lujuriosa en mi cabeza.

Cierro la puerta y me demoro, momentáneamente, todavía con la mano aferrando el  pomo. Leo el letrero de la puerta al revés, “odagoba”, y me pregunto de nuevo qué puede haber arrastrado a una mujer guapa y evidentemente rica a un Edificio Comercial como éste, y a un “profesional” tan acabado como yo.

Con desgana suelto el pomo de la puerta y cabizbajo ocupo mi silla, frente a la mujer. Ésta ha esperado pacientemente a que yo me sentara, posa la vista en los diferentes muebles que hay en la habitación y la mantiene fija en el recorte de periódico que tengo enmarcado en una de las paredes. Propina una larga calada a su pitillo a través de uno de esos modernos filtros metálicos que convierten la nicotina en vapor. Ha consumido casi la mitad del cigarro y la ceniza aún se mantiene recta, conservando su forma  cilíndrica original, humeando todavía, pero ella no da muestras de querer buscar un cenicero. Sigue con la vista centrada en el recorte de periódico.

Cojo uno de los dos  atestados ceniceros que hay en la mesa  y, por debajo de ésta y con disimulo, lo vació en la papelera. Pongo el cenicero frente a ella, dando un  golpe seco para atraer su atención. Ella, me mira fijamente, sacude con delicadeza el cigarro contra el cenicero y lo libra de la ceniza. Con la otra mano se sube la rejilla que tapa sus ojos y la fija en la parte superior del pequeño sombrero que cubre su cabeza, ahora puedo apreciar con más libertad sus bonitos rasgos y el azul hipnotizante de sus ojos.

- ¿Le conocía? - inquiere apuntando con la barbilla el recorte de periódico de la pared.
- No. - miento. - Creo que es un científico que desapareció.  – Añado con indiferencia.
- ¿Y por qué lo tiene ahí? - vuelve a preguntar con voz angelical.
- Venía con el despacho.- Miento de nuevo. - Señorita, - le digo poniendo mi voz más profesional- sería un placer ofrecerle alguna bebida y además, me encanta su compañía, pero soy un hombre muy ocupado y, sin duda, usted se ha equivocado de planta así que…

-         ¿No es usted Jason Steinbeck?. ¿Abogado?.- pregunta inocentemente.

-         S...Sí… - balbuceo sin poder evitarlo.

- Entonces, si es así, - ...realiza una pausa y vuelve a dar otra calada- vengo a contratar sus servicios.

Abrumado por lo inesperado de la situación, comienzo a sentir vergüenza de mí mismo. En ese justo instante soy consciente de la imagen que la cliente tiene de mí. La camisa blanca, arrugada y con manchas oscuras en la pechera, la corbata negra y anticuada, raída por el uso, mal anudada, el sombrero todavía calado a pesar de que hace tiempo que llegué a la oficina, la gabardina tirada en una de las sillas en lugar de en el perchero, los expedientes, de hojas amarillas  y antiguas abiertos sobre la mesa, los ceniceros llenos y los vasos desechables esparcidos por el suelo del despacho.

Me recompongo, cojo un  folio en blanco con el membrete del despacho y una pluma barata que hay junto a la pantalla. Adopto una posición erguida en la silla,  frente a la cliente y la miro de forma  inteligente, indicándole con un gesto de la mano  que comience su relato. Ésta, apura su cigarro, estrella la colilla contra el cenicero y guarda el filtro en una cajita de plata. Entre sus largos dedos puedo ver  que la cajita está adornada con  incrustaciones que conforman un escudo, probablemente el emblema de una familia adinerada que no logro reconocer.

Se acomoda en la silla y se desabrocha los botones del abrigo de pieles blanco. Me apresuro a levantarme y ayudarla a quitárselo para, a continuación, colgarlo con delicadeza en el perchero. El abrigo es suave  y huele a perfume de mujer, cierro los ojos aspirando el olor mientras lo aprieto con ambas manos.

Vuelvo a mi sitio, nuevos encantos han quedado revelados, la chica, de unos veinticinco  años, porta un vestido negro, liso, con bastante escote, los pechos generosos y blancos se adivinan bajo el mismo. Un corto collar doble de perlas adorna su cuello dando al conjunto una apariencia maravillosa.

Realizo de nuevo un gesto impaciente con la mano, solicitándole que se explique.

- Mi querido letrado..., - comienza-  ¿Puedo llamarle Jasón? ¿Sí? – continua sin esperar mi respuesta.- Mi marido desapareció el mes pasado en condiciones  muy extrañas. Las investigaciones policiales no han revelado nada todavía, he tenido, a diario, hordas de personajes uniformados observando con lupa cada detalle y cada objeto que hay en mi casa, pisoteando mis setos y mis jardines, manoseando mis jarrones, mis joyas y mis obras de arte y...de todo ello, no han sacado nada en claro, y según  parece, pasarán los años y seguirán sin concluir nada.

Dejo caer el papel y la pluma sobre la mesa con gesto irritado, tal como imaginaba, la chica se ha equivocado, esta señora necesita un detective y no un abogado.

- Señora, - digo mordiéndome la lengua- usted no necesita un abogado, necesita un investigador…

- No, no- me corta con una sonrisa complaciente- Sí que necesito un abogado. Lo que necesito de usted “no es” que encuentre a mi marido, sino que consiga una “declaración formal de fallecimiento”. Mientras mi marido esté en paradero desconocido, mientras estas investigaciones se alarguen insufrible e interminablemente,  no puedo heredar legalmente, y mientras no pueda heredar legalmente, la familia de mi marido seguirá controlando mi dinero y mis empresas y, lo que es peor, limitando mis gastos y mis necesidades.

- Señora - le intento explicar con tono entendido- una “declaración formal de fallecimiento” conlleva la formalización de una serie de trámites, hay que aportar pruebas concluyentes del fallecimiento, una certificación médica de muerte...y además están los trámites de la apertura de testamento, declaración de herederos y…

- Se lo conseguiré- me dice poniéndose muy seria y cortando en seco el monólogo desvariado  que, sin querer, había comenzado.

-...los gastos. - termino la frase sin poder detenerme a tiempo y ambos nos quedamos en silencio, mirándonos fijamente en la desastrosa habitación.

- No se preocupe por los gastos. - me dice al fin, rompiendo el silencio. - Aún puedo disponer de varios recursos.  ¿Cuánto necesita?.

- Cien libras. - Respondo sin pensar. Soy consciente  que cien libras puede ser considerado  caro para el trabajo que me acaban de  encargar. Sin embargo, esa cantidad, para mi maltrecha economía es  una pequeña fortuna. Me permitirían ponerme al corriente con el  alquiler de la oficina y pagar alguna de las cuotas del coche. Aún así, casi al momento de haber abierto la boca, me arrepiento de haber dicho esa cifra, llevo más de seis meses en el dique seco,   sin un cliente nuevo y sin muchas perspectivas de que mejore.

La chica eleva las cejas en señal de extrañeza. Comienzo a temerme lo peor e intuyo su intención de echarse atrás, me dispongo a enmendar mi error.

            - Bueeeno -  me llevo  la mano a la cabeza rascándome obsesivamente  la nuca y estrechando los ojos- si cree que es excesivo….

            - No. - me interumpe -  Le daré mil libras. - Añade. - Cien al comienzo y el resto cuando me consiga la declaración. Vaya mañana a mi casa y le entregaré allí toda la documentación, no me atrevo a sacarla de casa. Le espero a las doce del mediodía. Sea puntual.

            Sin más ceremonias se levanta y me estrecha la mano, una mano delicada, de huesos finos, casi cristalinos, me sonríe y se encamina hacia la salida.  Todavía con los ojos dilatados  y la expresión de asombro en la cara que me ha provocado la cantidad ofrecida, me levanto y la ayudo a ponerse el abrigo de pieles, nuestros cuerpos se rozan levemente, ella sonríe, yo no puedo. Ella se separa de mí y se lleva la mano a un bolsillo interior del abrigo. Me tiende una tarjeta, se da la vuelta y desaparece por la puerta.

            Permanezco de pie junto al perchero, el sonido de la puerta al cerrarse ha retumbado en el despacho como una gran interrogación que hubiera caído al suelo desde una altura superior a dos pisos. Todavía no puedo asimilar la situación, no sé que ha pasado, ni qué tipo de trabajo he aceptado, pero tengo una mala sensación, una terrible sensación.

            Me siento de nuevo en la silla frente a mi mesa de trabajo, lanzo con desgana la  tarjeta sobre el protector de cuero de la mesa con la firme  intención de olvidarme de ella durante el resto  del día. El nombre que aparece en ésta capta toda mi atención:

            ADOLF CHURCHILL.
           Avd. del Emperador, 13.
            Keaton. 05698.

            Me llevo ambas manos a las sienes en una expresión de total  incredulidad. El despacho comienza a dar vueltas y la jaqueca vuelve con más fuerza, amenaza con convertirse en una migraña de proporciones épicas, unos puntitos de luz aparecen  frente a mis ojos interpretando su característica danza. Abro instintivamente el cajón de la mesa buscando el bote de los analgésicos. ¿Dos más? ¿Por qué no? Quizás en unos días esté  muerto y tirado en cualquier cuneta  por obra y gracia de los sicarios de los hijos de Adolf Churchill.

            Había aceptado nada más y nada menos que conseguir la “declaración de fallecimiento” de Adolf Churchill. Uno de los magnates más ricos de la ciudad, de los más poderosos, miembro del consejo de Gobierno del Alcalde Kingston. Tachado de loco  en los últimos años por casarse con una jovencita de 20 años y por perder inmensas fortunas en proyectos de investigación de lo más disparatados, sus hijos habían intentando quitarle la administración de sus empresas y el control de su fortuna, pero sin éxito. El mes pasado había sido portada de todos los periódicos por haber “desaparecido”, otro más, y ahora su joven viuda quería ponerme a mí de por medio para conseguir su fortuna.

            A mí. ¿Por qué yo? ¿Por qué no había acudido a uno de los famosos e influyentes abogados del Consejo de Gobierno?. ¿Quizás sí que hubiera ido?. ¿Quizás se hubieran negado a ayudarla? ¿Quizás por eso me ofreció esa cantidad tan desorbitada? ¿Por que conocía mis apuros económicos? ¿Porqué pensaba que cualquier abogaducho del tres al cuarto no podría resistirse a dicha suma?.

Engullo dos nuevos analgésicos y me sereno. Decido no darle más vueltas y resuelvo que  lo haré, que lo intentaré. ¿Qué más puedo perder? En cualquiera de los  casos solo puedo ganar, sino dinero, por lo menos  salir de esta rutina diaria que cada segundo  me empuja más cerca de la tumba.

FIN DEL FRAGMENTO 2.

Texto: Joaquín Torregrosa Luis. 


Imagen: María José Torregrosa Luis

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