jueves, 12 de diciembre de 2013

KEATON, La Ciudad Perdida. Fragmento 5.

   

          - Le dije que NO tocara nada. - Me espeta a bocajarro y sin ningún respeto.

           - ¿Donde está la señora Churchill? - le pregunto ofendido.

         - No le recibirá hoy. No se encuentra bien, ha tenido que retirarse a sus aposentos. Me ha encargado que le diga que prescinde de sus servicios y que le entregue este sobre. Son sus honorarios, por las molestias. – Me tiende el sobre con impaciencia.

            Lo cojo y miro dentro.  Está abierto y solo hay dinero, ni una nota, ni una explicación. Cincuenta libras. Miro al mayordomo con suspicacia, sospecho que ha sustraído alguna cantidad del interior, pero éste me sostiene la mirada con expresión adusta.

            - Exijo ver…- digo con tono autoritario y sin mucha convicción, pero el mayordomo me interrumpe con un tono de voz que no admite discusión.

            - Usted no exige nada. Usted se marcha ya, si no quiere que llame ahora mismo a la autoridad.

            Pensando en el contenido del cofre y del que nadie parece haberse dado cuenta que he cogido, opto por salir pacíficamente de la casa. Cierro el sobre, lo meto en el bolsillo de la chaqueta y me dejo  conducir al exterior.

******

            De vuelta a la oficina aparco el coche en el sitio habitual. Es la una del medio día, el sol calienta con tibieza entre las nubes y la persistente y densa niebla se deja vencer por el astro rey. Salgo del vehículo, apago la pantalla del identificador y cierro la puerta. Me apoyo sobre el lateral de mi preciado Playmouth y saco un pitillo de la arrugada cajetilla. Me lo llevo a los labios, pensativo, mirando los intrincados dibujos que forman los engranajes del puente que tengo frente a mí. Lanzo el humo de la primera calada hacia el sol y le hago una reverencia.

            Barrunto sobre la conveniencia de volver a la oficina. Cuando se den cuenta de que el cofre está vacío pasaré a ser el primer sospechoso de su desaparición. No es un delito grave, lo que he cogido tiene escaso valor, pero si el contenido es comprometedor, podrían imputarme un delito de descubrimiento de secretos y podría pasarme varios años a la sombra.

            Tiro el cigarro al suelo y piso la colilla con agresividad, intentando disipar así mis propias dudas y mis propios pensamientos.

            Me meto de nuevo en el coche y enciendo la pantalla de identificación. Inserto el chip de memoria en una de las ranuras laterales del dispositivo  y  cruzo los dedos esperando  que no esté codificado, si lo está, no me quedará más remedio que buscar un equipo más potente y, en el peor de los casos, incluso a un especialista.

            La memoria tan sólo contiene un archivo de texto. “Documento sin título”.
 - Abrir. - pronuncio con tensión. La pantalla parpadea y se queda completamente en verde. Escucho los chasquidos y ruidos del lector recogiendo la información de la memoria. Al cabo de 30 segundos comienza a mostrar líneas de texto. Parece un diario: El diario de mi padre.

Si has llegado hasta aquí es porque yo, a pesar de todo,  he calculado bien todos los factores y todas las líneas que se podían desarrollar en el futuro y he completado mi plan para salvarte.

Te contaré un secreto. Keaton es una ciudad bajo estado de sitio. Una ciudad aislada, una ciudad perdida. La familia Kingston la ha dirigido   a través del Consejo o de la Alcaldía durante más de 100 años. Su poder se basaba en su riqueza, y su riqueza radicaba en las minas de carbón y en la venta de ese carbón a la industria.

Un grupo de investigadores, movidos por nuestro amor al  progreso, conseguimos realizar descubrimientos increíbles.  Como bien sabrás, si has leído algo sobre mí, demostramos que el cuerpo humano era capaz de producir energía, toda la que hiciera falta. Demostré que cada ser humano podía convertirse en una célula de energía, que cada ser humano podía ser autosuficiente.

Ese descubrimiento tiraba por tierra toda la economía basada en el carbón. Tan solo era cuestión de tiempo  que la familia Kingston perdiera su poder, su posición y su hegemonía sobre la ciudad. Mi descubrimiento los engullía, los masticaba y los deglutía, dejando en su lugar una pulpa sanguinolenta.

Cuando fueron conscientes del peligro, intentaron comprarnos el invento, nos ofrecieron muchísimo dinero, nos ofrecieron poder, casas en las zonas más ricas. La mayoría de nosotros cedió, yo no. Cuando descubrieron que no podían comprarme, me amenazaron. Cuando se dieron cuenta que mi vida no me importaba, fueron a por vosotros, por mi familia, intentaron despojarnos de todo lo que teníamos, y lo que es peor, aislaron la ciudad, borraron toda existencia del pasado y de lo que había más allá de las afueras.

Fue Adolf Churchill el artífice de tamaña proeza. Azuzado por el resto de miembros del Consejo y por su propia familia, bajo el miedo de perderlo todo, reunió a un grupo de científicos con un único fin. Hacer desaparecer la ciudad, borrar todos los recuerdos y signos del exterior, parar el tiempo y eliminar el espacio.  No fue fácil.

Yo ignoraba los movimientos políticos y las consecuencias que mi trabajo habían provocado o provocarían en el futuro. Lo único que quería era seguir investigando, mejorarlo, perfeccionarlo. Una comisión delegada me dio el visto bueno. Me informaron que iban a promocionar mi proyecto y darme libertad para desarrollarlo.  Me  pusieron al frente de varios investigadores  junto a Adolf. El  proyecto se denominó “Ciudad Sostenible” y la finalidad  era mejorar mi invento, hacerlo mucho más pequeño  y manejable, de forma que todas y cada una de las personas pudiera portar un convertidor personal con el que generar la energía que necesitase y eliminar la  utilización de otras fuentes de energía más contaminantes.

El fin, sin embargo,  era otro. Para cuando me di cuenta del engaño, ya era demasiado tarde. Mejoramos la campana, la hicimos mucho más pequeña, más eficaz, mejoramos la forma de condensar y almacenar la energía, lo redujimos todo al tamaño de un pequeño reloj de bolsillo. El artilugio era caro, ya que necesitábamos que estuviera hecho de un material  superconductor y que fuera capaz de almacenar correctamente la energía. El único material que reunía esas características  era el oro y, por tanto,  el ingenio debía  de instalarse en una carcasa de oro. Se fabricaron millones de relojes. Se distribuyeron entre la población  y así se cerró el círculo.

Una noche descubrí la farsa. El proyecto realmente se llamaba “Ciudad Perdida”. Me habían permitido desarrollar y concluir mi invento debido a una de las características que el mismo tenía y que yo no había descubierto todavía. Fue  Adolf, quien la encontró, y fue por ello por lo que lo pusieron al frente del proyecto. Por eso, y por que se vendió al mejor postor: la familia Kingston. El uso del reloj personal energético provocaba, a la larga, pérdidas de memoria .

Lo modificaron sin mi consentimiento, de forma  que el ingenio no almacenara energía eléctrica, fin para el que había sido ideado,  sino para que la absorbiera y, posteriormente,  la disipara  rápidamente y así, de esta forma, fuera drenando paulatinamente la memoria del usuario, y consecuentemente,  la memoria colectiva de la  población.

Progresivamente  se retiraron del mercado todos aquellos  productos  que provenían del exterior, sustituyéndolos por otros locales  que simulaban haber sido fabricados en otras localidades. Se destruyeron todas  las muestras de tecnología más avanzada así como los libros de investigación, de moral y de pensamiento. Se controlaron los canales de radio y televisión,  reforzando mediante anuncios y publicidad subliminal aquello que querían que la gente recordara  y sepultando en la memoria aquello que se pretendía que se olvidase. De forma velada y siempre actuando conforme a un plan preestablecido, impedían que la población cuestionara sus postulados y concibiera ideas novedosas  o peligrosas para el régimen.

Como te he dicho, cuando me di cuenta, cuando descubrí el engaño, ya era demasiado tarde. Los relojes se habían distribuido entre la población, casi todo el mundo los conservaba como si fueran una reliquia  familiar,  con sus escudos impresos, con sus lemas, con su historia, real o inventada, y no se separaban de ellos. La actividad propagandística de la Alcaldía hacia el resto.

Cuando el proyecto estuvo finalizado y su diabólico plan en marcha, me encerraron en un laboratorio y me encargaron tareas de poca importancia  que me presentaban bajo un aura de solemnidad y de servicio al bien común. Me permitieron conservar uno de los relojes, un prototipo, pero me negaron el acceso a las herramientas necesarias para operar sobre él.

Adolf me visitaba de vez en cuando y me hacía preguntas sobre mis últimos descubrimientos y mis impresiones. En algún momento, no recuerdo cuando, y siendo conscientes que  yo podía descubrir los perniciosos efectos del reloj, me pusieron bajo vigilancia  y restringieron mis actividades. Pero aún así, lo descubrí.

 No me dejaban salir, ni hablar con nadie que no fuera del equipo. Por las noches, cuando me dejaban solo, con mucho esfuerzo, luchando con los efectos de  mi propia creación, batallando contra la pérdida de  mis preciados recuerdos y el deterioro de  mi memoria, desmontaba el modelo que me habían permitido conservar e investigaba sobre él, quería impedir sus efectos, quería encontrar alguna  forma que me permitiera revertirlos. Fue en vano. Cada día que pasaba me costaba más manipularlo, sentía que me faltaban los conocimientos necesarios, olvidaba los nombres de las piezas, la posición en la que debía colocar los engranajes, me olvidaba de vosotros.

Finalmente,  hasta me olvidé de que lo llevaba encima, me olvidé de pensar, me olvidé de comer, de moverme, ignoraba incluso que era un ser vivo y las noches sucedieron a los días.

 Tras varios años de inactividad, una noche recuperé la lucidez. Buceé en mi mente  y descubrí que todos mis recuerdos aún estaban ahí, que no todo estaba perdido, esa noche ideé un plan. Empleando los pocos medios con los que contaba, escribí estas líneas y las inserté en la memoria de mi propio reloj. Lo volví a manipular de forma que, mediante el simple contacto, se produjera un calentamiento en las bobinas de energía y el campo magnético que éstas generaban, provocando que, durante unos instantes mi propio reloj fuera capaz de  modificar el pulso identificador de los demás relojes energéticos que hubiera alrededor .
 Una vez hube conseguido mi propósito, me acosté a dormir y asumí en silencio la pérdida  progresiva de mi memoria y mis conocimientos. Mi última misión era muy sencilla, hacer venir a Adolf   y reprogramar su propio reloj energético de forma que,  cuando éste cediera su reloj a otra persona y  cambiaran las ondas energéticas de entrada, el reloj de Adolf revirtiera sus efectos e insertara en la memoria de esa tercera persona los recuerdos pertinentes  que la obligaran a  revelar este terrible secreto, de revelártelo a ti, de salvarte de esta ignorancia en la que vives sumido. Te pido perdón, perdón por todo lo que te he hecho sin saberlo, perdón por el daño que  le he provocado al mundo.”

El relato continúa, me pica la curiosidad y decido seguir leyendo. 

-Fin del fragmento 5.

Texto: Joaquín Torregrosa Luis. 
Imagen: María José Torregrosa Luis

jueves, 5 de diciembre de 2013

KEATON, La Ciudad Perdida. Fragmento 4.

               
              El despertador vuelve a rugir a las 7:00 de la mañana. Me despierto sobrio, la noche anterior no quise beber nada, hoy tengo trabajo. Abro el armario y, tal y como esperaba, el dron  ha lavado y planchado uno de los trajes  más nuevos durante la noche. Hoy voy a moverme por el Centro y necesito estar presentable. Termino de arreglarme y asearme. Abro el pequeño cofrecito que ella me regaló y busco el anillo de matrimonio. Lo escondí aquí cuando ella se fue, pero siempre me ha dado suerte, es hora de que vuelva a su lugar. Entre la chatarra que me dejó, encuentro una foto de ella con el bebe. Sus rizos morenos  y cortos enmarcan una cara sonriente, con labios definidos y sensuales. En la imagen tiene en brazos a nuestro hijo, que en aquel entonces tenía 18 meses, y que rehusaba mirar a la cámara. Cojo la foto, la doblo y me la meto en la cartera.

            ¿Cuando se marchó? ¿Fue hace 3 años? ¿4?. Sí, creo recordar que ayer era nuestro aniversario. Las constantes peleas, las constantes acusaciones. Los problemas económicos. Hace tres años. Cuando empecé a barruntar que mi padre no había desaparecido. Cuando realicé todas aquellas peticiones al Estado Mayor para que me dejaran ver el expediente administrativo de mi padre, cuando aquellas llamadas nocturnas de desconocidos que no hablaban nos ponían los nervios de punta.

            Yo nunca estaba. Mi trabajo iba a peor, la casa se caía a pedazos y los acreedores nos acosaban por la calle. El Estado Mayor me negaba todas mis peticiones, me ponía trabas, zancadillas, me instaban a que abandonara y yo llegaba a casa frustrado y de mal humor. Hace tres años.

            Una noche fatídica llegué a casa y  nadie fue corriendo a buscarme a la puerta. Esa noche se acabaron los cálidos abrazos de bienvenida, las cómplices sonrisas infantiles y los correteos por el pasillo. Ella había recogido todas sus pertenencias y me había dejado una nota. No podía más, me quería, me quería desde lo más profundo de su corazón, pero en mí ya no quedaba nada a lo que querer. Se iba fuera de la ciudad, había contactado con unos amigos, me escribiría al llegar.

            Nunca escribió, ni llamó, ni me mandó una foto del bebé por su cumpleaños. Nunca me dio más explicaciones y yo me sumí en una espiral de alcohol y autocomplaciencia que  prácticamente me destruyó. Perdí más de 20 kilos en menos de 3 meses y mucho más dinero del que tenía o pudiera disponer. Me anulé, me destruí, pero eso se ha acabado, voy a recomponer mi vida y voy a averiguar que es lo que está pasando.

            Repaso mentalmente los sucesos del día anterior, rescato del bolsillo el maltratado recorte de periódico, se ha secado, se ha tornado tieso y quebradizo,  pero los misteriosos números brillan con más fuerza.

***

            La casa de Adolf Churchill está en el mejor barrio de la ciudad, en pleno Centro. Todos los Consejeros y miembros del Ayuntamiento viven aquí. Son mansiones individuales, con sus altas torres, sus cristaleras, sus cuidados jardines  y su seguridad privada. El hecho de acercarme a la verja de la hacienda  provoca automáticamente que dos conserjes jóvenes y  uniformados, provistos de modernas pistolas, se acerquen desde el otro lado para controlar la situación. Uno de ellos sostiene la correa de un doberman bastante agresivo que me enseña los dientes.

            - ¿Quería algo, señor? - pregunta el más joven.

          - He quedado con la Señora Churchill hoy a las 12, vengo a recoger una documentación -  le digo con aire solemne y señalando mi maletín.

            El mayor pone cara de extrañado y se da la vuelta pulsando un botón en el auricular con incrustaciones color cromo que lleva colgando de la oreja. Se da la vuelta y me habla con aire hosco.

            - La señora Churchill no tiene programada ninguna visita para el día de hoy caballero. Concierte una nueva cita y vuelva cuando se le indique  – me dice mientras se dan la vuelta y se alejan de la verja.

            - Pero ella estuvo ayer en mi despacho - le grito  enfadado. - Insistió en que viniera hoy.

            Recuerdo lo que vi ayer por la ventana y me temo lo peor. Quizá la señora Churchill ya haya pasado a engrosar las grandes listas de desaparecidos locales. No obstante, en un giro inesperado de los acontecimientos, el vigilante se para en seco a medio camino y al final, con desgana, vuelve a la verja.

            - Me comunican que la señora lo recibirá hoy. Mi compañero le acompañará hasta el vestíbulo.

            Sigo al vigilante que porta el doberman. Me encuentro  algo asustado, el animal no para de darse la vuelta y ladrarme con malas intenciones. Finalmente, llegamos a la puerta principal, un mayordomo de unos 60 años, alto, con librea clásica y pelo engominado me acompaña hasta un salón principal. En él todo parece caro. Desde los sillones y divanes de patas doradas y curvadas con asientos y espaldares forrados de terciopelo rojo, hasta los lienzos que cubren todas y cada una de las paredes del salón, mostrando escenas bellamente pintadas de la historia de la ciudad y posiblemente de los éxitos de la familia Churchill.

Especialmente me sorprende uno de ellos, un retrato más pequeño, en el que se muestra a Adolf vistiendo una bata blanca de investigador, un casco de contención  y lo que parece ser un rudimentario reloj de bolsillo de grandes proporciones.

            El mayordomo me abandona en la habitación rehusando ofrecerme  una bebida,  me indica que me siente en uno de los sillones y no me mueva. Obviando sus instrucciones, me paseo por la sala intentando adivinar si estoy siendo observado. A simple vista no aprecio ningún dispositivo de grabación, ni puerta oculta por la que me puedan sorprender, pero no me abandona la sensación de estar siendo vigilado.  Mis instintos me llevan hasta un mueble bar refrigerado que está situado en una de las esquinas.  La situación me ha puesto extremadamente nervioso, me noto  el pulso acelerado y la garganta seca, necesito un trago. No me importa que me pillen saqueando los excelentes licores del Señor Churchill, máxime cuando de adivina un botín  tan excelente.

Las gruesas paredes  de acero del mueble le dan el aspecto de una caja fuerte mal diseñada. Doradas bisagras con motivos florales sostienen la puerta principal que se encuentra situada a la altura de mi pecho. Abro la puerta  y unas lucecillas se encienden en el interior iluminando y realzando el color y la textura de las bebidas. Un aire gélido escapa por la puerta, una pesada plancha de acero, excesivamente gruesa  y con bordes magnéticos,  especialmente diseñada para cerrar herméticamente y mantener el frío.  Al comprobar el contenido del mueble, abro los ojos desmesuradamente, vinos de color dorado, licores de café destilado, esencias de Ocre. Sin poder evitarlo comienzo  a salivar y a tragar con desmesura, mis manos tiemblan y mi cuerpo protesta bajo los efectos del síndrome de abstinencia. Devoro con la vista el contenido del mueble y  mis ojos se posan en otro objeto en el que no había reparado hasta el momento. Escondido en un rincón y tras una botella de bourbon, de nombre desconocido para mí, hay un pequeño cofre marcado en su parte frontal con unas letras y números. “S10M3C”.

            Conmocionado, saco el recorte de periódico y compruebo el código que ha aparecido tras el incidente de ayer: “S10M3B”. Sin duda, guardan relación, la similitud de los códigos, la similitud de la desapariciones. Abro el cofre y encuentro una llave y un pequeño chip de memoria. Me los guardo en el bolsillo del pantalón y dejo el cofre en su sitio, al sostenerlo en mi mano para devolverlo a su lugar,  la tinta con la que estaban escritos los números se ha  borrado parcialmente, quedándose impregnada en mis dedos. Los froto uno contra otro y la tinta desaparece.

            El descubrimiento aleja de mí las dudas y la ansias de bebida. Cierro el mueble y husmeo rápidamente por la habitación buscando alguna pista adicional. Las perfectas estanterías estilo colonial están repletas de libros. Unos de historia, otros novelas y otros, la gran mayoría, son biografías. Biografías de inventores e investigadores relacionados con el desarrollo de la industria y los avances tecnológicos y energéticos.


            Paso el dedo por el lomo de algunos de ellos, sintiendo el tacto de la encuadernación en cuero natural  y grabados en oro, preguntándome por qué nunca he oído hablar de estos libros y esas personas.  Un portazo me sobresalta, es el mayordomo de nuevo. 

***
Texto: Joaquín Torregrosa Luis. 
Imagen: María José Torregrosa Luis