jueves, 14 de noviembre de 2013

KEATON, La Ciudad Perdida. Fragmento 1.

             LA CIUDAD PERDIDA.

   
     Son las 7:00 de la mañana. El despertador ruge en la mesita de noche consumiendo mucha más energía de la que yo tendré en todo el día. Manoteo a ciegas hasta que consigo apagarlo, el tacto frío de las campanas superiores y el zumbido de la célula de energía al autorecargarse me recuerdan la rutina diaria a la que, en breve, tendré que hacer frente.

Me siento en mi lado de la cama, mi gran cama, 1,50 metros de solitaria extensión, ella no está, hace años que no está. Me desperezo con parsimonia evitando el momento en que mis desnudos pies besaran el frío suelo de la habitación, en que un escalofrío me recorrerá el cuerpo y esperaré, con familiar tensión, escuchar el llanto de un bebé, mi bebé, nuestro bebé. Un bebé que ya tendrá cuatro años y seguramente estará llorando en otro lugar.

Finalmente me despego de la cama, cruzo el corto espacio que me separa del aseo, pulso el interruptor y un frío neón se acciona sobre el espejo. La suciedad y la decrepitud se disputan los bordes de mi reflejo. El neón de bajo consumo chisporretea en la habitación  y el espejo me devuelve una demacrada imagen. ¿Ese soy yo?. Debo serlo, sin duda, más viejo, más delgado y con menos pelo, pero yo, al fin y al cabo. Unos ojos marrones, tristes y sin vida me  observan con desprecio sobre unas ojeras negras que han estado ahí durante años. Una nariz grande, recta y una cara alargada, de gestos duros, termina de componer el semblante, el cabello moreno, ralo, empieza a clarear cediendo terreno a la frente.

Termino de asearme y me dirijo al salón pateando por el pasillo la última botella vacía de “Whisky Keaton” que consumí anoche. Keaton, maldita ciudad y maldito Whisky. Lástima que con mis ingresos no me pueda permitir otra cosa. Una vez en el salón recojo la ropa tirada que hay por el suelo, ropa que ya usé el  día anterior, y me la vuelvo a poner. Está arrugada y  manchada,  paso la mano sobre las arrugas y froto las manchas, observo el resultado con ojo crítico: quedó perfecto.

El salón. Hace meses que mi vida se desarrolla prácticamente aquí. Las familiares paredes forradas de papel encarnado con motivos florales y las ventanas tapiadas me dan los buenos días y las buenas noches cada jornada. La vieja televisión en blanco y negro, con sus rizadas antenas, me acompaña en las solitarias noches de borracheras y llantos, el sillón raído...la licorera expoliada...la casa vacía... y ella sigue sin dar señales de vida.

Rebusco por la habitación y  tras el sillón aparece  mi dron personal. Está totalmente descargado y  parece no responder. Da la sensación  que, la pasada noche, al igual que yo, olvidó volver a la estación de carga. Lo aferro con ambas manos rodeando su torso, una esfera de metal de medio metro de diámetro, un modelo barato y pasado de moda  pero funcional. Es  pequeño y bastante liviano, por lo que lo traslado a través de todo el salón y lo encajo en su estación de carga. Al comenzar la carga se enciende la luz indicadora que tiene instalada en su pecho, un irritante intermitente color azul, así como los indicadores que conforman los ojos y la rudimentaria boca. La cabeza, otra esfera de metal unida sin solución de continuidad al tronco, de forma idéntica, pero más pequeña, se ilumina emitiendo una luz suave. Retrae los brazos y los propulsores inferiores ocultándolos en la esfera principal y se dedica  a recuperar energías. 

Abro el panel del pecho y una pequeña pantalla provista de teclado se proyectan hacia afuera. Con la habilidad que me da el uso prolongado,  voy pulsando los pequeños botones  y establezco la rutina diaria (hacer la compra en el supermercado, recoger el correo, ir a la Oficina de Desaparecidos, ...lo de siempre). Cierro el panel con un golpe y me quedo pensativo. - ¡¿Qué día es hoy?¡, me pregunto alarmado- ¡Demonios¡ - me llevo las manos a la cabeza, ¿es hoy?, ¿era hoy?. No consigo acordarme del día de nuestro aniversario. De todas formas no importa, todos los días son iguales en este infierno y éste día es igual de bueno o de malo que cualquier otro.

Opero de nuevo el panel de instrucciones, me voy a la sección de la compra y cambio la solicitud de Whisky genérico. Le indico que traiga uno bueno, un  Bourbon, no el más caro, pero sí lo suficientemente caro como para arrepentirme cuando me despierte de la borrachera. Para acabar,  pulso el botón de “grabar orden”, una voz robótica me responde de forma átona, - orden diaria de programación establecida –  retrae el teclado y el panel, volviendo a posición de carga.

Recojo de la mesa el bonito reloj de bolsillo  que  perteneció a mi padre. Con deleite lo sopeso con la mano derecha, disfrutando el cálido tacto de su caja de oro macizo y ovoide. Hago deslizar entre mis dedos la cadena de oro blanco, y repaso con las yemas la inscripción trasera “Atiende siempre a tus obligaciones”.  Ese era su lema, y esa fue su perdición.  En incontables ocasiones he pensado en venderlo, solo por la caja de oro macizo me darían una gran suma de dinero, pero tras unas horas de deliberación, siempre desecho la idea.

Las 7 y media, llegaré tarde y me volverán a sancionar por no abrir la Oficina a la hora estipulada por el Consejo del Edificio. A mi paso por el vestíbulo me pongo el sombrero y la gabardina marrón  y abandono mi piso dando un portazo

La vieja reja que protege la caja del ascensor, devorada por el robín y los restos de pintura plateada, me da los buenos días  con su boca bostezante. El cartel de “no funciona” sigue colgado después de varios años. Bajo  las de escaleras con andar derrotado  y con hastío llego a la calle, donde me espera mi coche.

Junto a la acera, cerca de la puerta, reposa mi Playmouth negro, edición especial, mi joya, mi posesión más preciada. Ciento sesenta y dos cuotas mensuales con el banco y una pelea semanal con mi esposa. Las primeras todavía las estoy pagando...las segundas...todavía las echo de menos.

Con gesto cotidiano inserto la llave en la puerta y me siento frente al volante. Asientos de cuero duro y suave, salpicadero de nácar oscuro, volante ergonómico cosido a mano, deslizo las puntas de los dedos por las costuras del volante, lenta y deliberadamente, acariciando todas y cada una de las cicatrices que la cruel aguja del artesano inflingió para crear una obra tan perfecta. Cierro los ojos y mi mente evoca  imágenes del pasado, noto una falsa sensación eléctrica en las palmas de las manos  y abandono mi ensoñación.

Con aire distraído enciendo el panel de identificación que hay sobre el salpicadero, al tiempo que rebusco el tabaco en la guantera inferior. Un pitido y un resplandor verde que proviene de la pequeña pantalla me ciegan momentáneamente. M anoseo el contenido de la guantera intentando adivinar qué es lo que hay allí. Entre una horda de pañuelos desechables usados encuentro una arrugada cajetilla de tabaco. KBS, los llaman, Keaton’s Best Tobacco,  largos, intensos, letales.

Me acerco la cajetilla a la boca, oprimo suavemente un cigarro con los labios y lo enciendo, la primera calada es la mejor. Nicotina: embota mi cerebro, calienta mis pulmones, difumina este maldito mundo que me rodea. Lanzo el aire contra la pequeña pantalla verde y ésta me responde con una seca imprecación.  - Identificación- me dice la voz robótica de una mujer, probablemente enfadada. Presento mi dedo pulgar de la mano derecha contra el pequeño cuadro negro que hay junto a la palanca de cambio  y compruebo cómo la imagen de mi huella dactilar aparece en la pantalla. Dos líneas transversales la escanean milímetro por milímetro, pretendiendo encontrar alguna modificación u error en su configuración. Al final, un OK ocupa toda la pantalla y el coche arranca. El sistema ha comprobado que soy yo, cuando  menos, lo que queda de mí, eso no se refleja en las huellas dactilares.

El centro administrativo y comercial de la ciudad está a unos 5 kilómetros de distancia  de mi piso, el cual, a su vez,  está situado en  una pequeña zona dormitorio, donde las noticias más importantes consisten en saber  qué ha comido hoy el gato de la vecina.

 Si tienes un negocio o quieres desarrollar algún tipo de actividad tienes que buscarte un local en los Grandes Edificios Comerciales del centro. Si no es así, cosas malas te pasan, cosas como que no te contrata nadie y tienes que cerrar.

Tras cinco kilómetros de conducción manual, sin sobresaltos, por una carretera secundaria rodeada de fábricas y campos de trigo y tabaco, llego a las afueras del centro. Paradójico: las afueras del centro. Sólo se puede acceder a la ciudad por tres puntos, dos puentes de hierro elevados que gravitan sobre la vía del tren que recorre el perímetro del Centro Ciudad, y una puerta de acero blindada que da acceso a las zonas del Ayuntamiento y el Consejo de Gobierno.

Aparco, como cada día, frente a uno de los puentes de hierro. Es imposible aparcar en el Centro si no eres rico o tienes contactos. Desde aquí hasta mi oficina hay unos diez minutos a pie. Diez minutos que me sirven, a menudo, para librarme de los restos de la borrachera de la noche anterior.

Emprendo la subida del familiar puente. Planchas de acero sobre planchas de acero me acompañan durante más de 200 metros de subida. Conforme emprendo el ascenso, con paso firme, mis maltratados pulmones me piden más y más aire, y yo intento dárselo. El aire aquí se nota más puro, más sano, aunque es imposible desprenderse del olor a tabaco, polución y carbón que impregnan toda la ciudad. La zona peatonal mide dos metros de ancho, y algún previsible ingeniero decidió instalar unas barandas metálicas y cobrizas de tres metros de altura en sus extremos, para impedir que las personas desesperadas como yo se arrojasen contra la locomotora del tren. El puente supone una de las mayores atracciones de la ciudad, los mecanismos y engranajes que hay bajo el mismo refulgen bajo las luces de la ciudad con intensidad titánica. Son considerados una de las más grandes obras de la ingeniería civil y uno de los inventos más loados, sobretodo por que  permiten su elevación por las noches,  aislando  el Centro Ciudad del resto y de cualquier otro peligro que pueda acechar en las afueras.

No sin fatiga, llego a la parte superior del puente. Está realmente por encima del nivel de la ciudad, desde aquí puedes ver todo el terreno que abarca Keaton. Siempre me detengo en este punto y admiro la decadencia de esta ciudad. Además, aprovecho la pausa para  doblarme sobre mí mismo y recuperar el aliento. Desde aquí, se aprecia   el Centro con toda exactitud: el Edificio del Ayuntamiento, una construcción cuadrada con altas torres a los lados rematadas en punta, con sus tres puertas de arcos circulares y cientos de ventanas cuadradas sobre éstas, en sus esquinas, destacando sobre el resto, se pueden ver los escudos de las familias que han regentado Keaton a lo largo de los siglos. Tras éste, el barrio residencial del Consejo de Gobierno, sus miembros son  de los pocos afortunados que pueden residir en el Centro. A su izquierda los Parques Nacionales, una serie de parques y jardines ideados para pasear y realizar eventos. El resto del terreno está  ocupado por los Grandes Edificios Comerciales:  rascacielos de acero, cristal y hormigón cuya fealdad amenaza con engullir al resto de delicadas construcciones, tal como un troll se cierne sobre el descuidado caminante que, por error, quisiera cruzar su puente.

Como colofón final, alrededor de todo este cúmulo de circunstancias que configuran el Centro, se encuentran situados los suburbios, o las afueras, como suelen llamarlas despectivamente los ciudadanos de pro. Las grandes fábricas  industriales  salpican profusamente toda la geografía, resaltando sobre el resto de edificaciones y campos de cultivo, proyectando sus chimeneas “escupe-muerte” hacía un cielo negro plomizo que parece que  vaya a derrumbarse sobre nuestra cabezas. Creo no ser el único que ha tenido la sensación de vivir bajo un telón de acero, un telón que algún día se desplomará y nos sepultará  a todos entre escombros y escoria metálica.

En el horizonte, los ovalados y gordos dirigibles vomitan su carga de carbón arrojándola desde el aire hacia  las terrazas de descarga de las fábricas, para  después emprender su lento viaje  de vuelta hacia las minas de carbón situadas en  las afueras.

El pitido y la estela del tren  que  se acerca a las inmediaciones del puente me saca de mi ensoñación. La máquina locomotora,  con su humeante sonrisa, me recuerda que son las 8 menos cinco y que, de nuevo, llego tarde a la oficina. Emprendo el descenso, esta parte es más llevadera, requiere menos esfuerzo, lo que supone un alivio para mis maltrechos músculos

Abro la puerta del vestíbulo del Gran Edificio Comercial en que está situada mi oficina, el conserje me saluda con cara de pocos amigos y  automáticamente me ofrece la llave de mi despacho. Debe ser viejo, viejo bajo cualquier estándar, pero ahí sigue, al pie del cañón, el destino que nos espera a todos. Me observa con sus ojos miopes, a través de unas gafas de cristales redondos y montura dorada. Un pequeño dispositivo en su oreja derecha le mejora la audición y controla la lente diestra, la cual  dispone de un objetivo que puede acercar o alejar a placer. Se fija en mi anticuado traje, concretamente en las arrugas y manchas oscuras de la pechera, menea la cabeza en un gesto de desaprobación y se aleja del mostrador. Cojea, el clap clap que emite al andar me da la certeza de que en este hombre queda muy poco de humano ya, pero aún así se mantiene, fiel a sus obligaciones. Me da la espalda,  coge una gran página del periódico amarillo de hoy y la escanea en el dispositivo central para, después, ponerla a disposición de todos los comercios instalados en el Edificio. Abandono el vestíbulo con un gracias, buenos días muy quedo y la cabeza baja.

Texto: Joaquín Torregrosa Luis. 
Imagen: María José Torregrosa Luis


2 comentarios:

  1. Para ser un género que no me va mucho (generalmente por lo muy descriptivo que es) me ha gustado bastante. Se te ve cómodo con este tipo de historias. Hay frases que las he leído dos o tres veces porque me han parecido tremendamente buenas.
    La semana que viene sigo con el resto de capítulos.

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