LA CIUDAD PERDIDA.
Son las 7:00 de la mañana. El despertador ruge en la mesita de noche consumiendo mucha más energía de la que yo tendré en todo el día. Manoteo a ciegas hasta que consigo apagarlo, el tacto frío de las campanas superiores y el zumbido de la célula de energía al autorecargarse me recuerdan la rutina diaria a la que, en breve, tendré que hacer frente.
Me siento en mi lado de la cama,
mi gran cama, 1,50 metros de solitaria extensión, ella no está, hace años que
no está. Me desperezo con parsimonia evitando el momento en que mis desnudos
pies besaran el frío suelo de la habitación, en que un escalofrío me recorrerá
el cuerpo y esperaré, con familiar tensión, escuchar el llanto de un bebé, mi
bebé, nuestro bebé. Un bebé que ya tendrá cuatro años y seguramente estará
llorando en otro lugar.
Finalmente me despego de la cama,
cruzo el corto espacio que me separa del aseo, pulso el interruptor y un frío
neón se acciona sobre el espejo. La suciedad y la decrepitud se disputan los
bordes de mi reflejo. El neón de bajo consumo chisporretea en la habitación
y el espejo me devuelve una demacrada imagen. ¿Ese soy yo?. Debo serlo,
sin duda, más viejo, más delgado y con menos pelo, pero yo, al fin y al cabo.
Unos ojos marrones, tristes y sin vida me observan con desprecio sobre unas ojeras negras que han estado ahí
durante años. Una nariz grande, recta y una cara alargada, de gestos duros,
termina de componer el semblante, el cabello moreno, ralo, empieza a clarear
cediendo terreno a la frente.
Termino de asearme y me dirijo al
salón pateando por el pasillo la última botella vacía de “Whisky Keaton” que
consumí anoche. Keaton, maldita ciudad y maldito Whisky. Lástima que con mis
ingresos no me pueda permitir otra cosa. Una vez en el salón recojo la ropa
tirada que hay por el suelo, ropa que ya usé el día anterior, y me la vuelvo a poner. Está arrugada y manchada,
paso la mano sobre las arrugas y froto las manchas, observo el resultado
con ojo crítico: quedó perfecto.
El salón. Hace meses que mi vida
se desarrolla prácticamente aquí. Las familiares paredes forradas de papel
encarnado con motivos florales y las ventanas tapiadas me dan los buenos días y
las buenas noches cada jornada. La vieja televisión en blanco y negro, con sus
rizadas antenas, me acompaña en las solitarias noches de borracheras y llantos,
el sillón raído...la licorera expoliada...la casa vacía... y ella sigue sin dar
señales de vida.
Rebusco por la habitación y tras el sillón aparece mi dron personal. Está totalmente descargado
y parece no responder. Da la
sensación que, la pasada noche, al
igual que yo, olvidó volver a la estación de carga. Lo aferro con ambas manos
rodeando su torso, una esfera de metal de medio metro de diámetro, un modelo
barato y pasado de moda pero funcional.
Es pequeño y bastante liviano, por lo
que lo traslado a través de todo el salón y lo encajo en su estación de carga.
Al comenzar la carga se enciende la luz indicadora que tiene instalada en su
pecho, un irritante intermitente color azul, así como los indicadores que
conforman los ojos y la rudimentaria boca. La cabeza, otra esfera de metal
unida sin solución de continuidad al tronco, de forma idéntica, pero más
pequeña, se ilumina emitiendo una luz suave. Retrae los brazos y los
propulsores inferiores ocultándolos en la esfera principal y se dedica a recuperar energías.
Abro el panel del pecho y una
pequeña pantalla provista de teclado se proyectan hacia afuera. Con la
habilidad que me da el uso prolongado,
voy pulsando los pequeños botones y establezco la rutina diaria (hacer la compra en el supermercado,
recoger el correo, ir a la Oficina de Desaparecidos, ...lo de siempre). Cierro
el panel con un golpe y me quedo pensativo. - ¡¿Qué día es hoy?¡, me pregunto
alarmado- ¡Demonios¡ - me llevo las manos a la cabeza, ¿es hoy?, ¿era hoy?. No
consigo acordarme del día de nuestro aniversario. De todas formas no importa,
todos los días son iguales en este infierno y éste día es igual de bueno o de
malo que cualquier otro.
Opero de nuevo el panel de
instrucciones, me voy a la sección de la compra y cambio la solicitud de Whisky
genérico. Le indico que traiga uno bueno, un
Bourbon, no el más caro, pero sí lo suficientemente caro como para
arrepentirme cuando me despierte de la borrachera. Para acabar, pulso el
botón de “grabar orden”, una voz robótica me responde de forma átona, - orden
diaria de programación establecida –
retrae el teclado y el panel, volviendo a posición de carga.
Recojo de la mesa el bonito reloj
de bolsillo que perteneció a mi padre. Con deleite lo sopeso
con la mano derecha, disfrutando el cálido tacto de su caja de oro macizo y
ovoide. Hago deslizar entre mis dedos la cadena de oro blanco, y repaso con las
yemas la inscripción trasera “Atiende siempre a tus obligaciones”. Ese era su lema, y esa fue su perdición.
En incontables ocasiones he pensado
en venderlo, solo por la caja de oro macizo me darían una gran suma de dinero,
pero tras unas horas de deliberación, siempre desecho la idea.
Las 7 y media, llegaré tarde y me
volverán a sancionar por no abrir la Oficina a la hora estipulada por el
Consejo del Edificio. A mi paso por el vestíbulo me pongo el sombrero y la
gabardina marrón y abandono mi piso
dando un portazo
La vieja reja que protege la caja
del ascensor, devorada por el robín y los restos de pintura plateada, me da los
buenos días con su boca bostezante. El
cartel de “no funciona” sigue colgado después de varios años. Bajo las de
escaleras con andar derrotado y con
hastío llego a la calle, donde me espera mi coche.
Junto a la acera, cerca de la
puerta, reposa mi Playmouth negro, edición especial, mi joya, mi posesión más
preciada. Ciento sesenta y dos cuotas mensuales con el banco y una pelea
semanal con mi esposa. Las primeras todavía las estoy pagando...las
segundas...todavía las echo de menos.
Con gesto cotidiano inserto la
llave en la puerta y me siento frente al volante. Asientos de cuero duro y
suave, salpicadero de nácar oscuro, volante ergonómico cosido a mano, deslizo
las puntas de los dedos por las costuras del volante, lenta y deliberadamente,
acariciando todas y cada una de las cicatrices que la cruel aguja del artesano
inflingió para crear una obra tan perfecta. Cierro los ojos y mi mente
evoca imágenes del pasado, noto una
falsa sensación eléctrica en las palmas de las manos y abandono mi
ensoñación.
Con aire distraído enciendo el
panel de identificación que hay sobre el salpicadero, al tiempo que rebusco el
tabaco en la guantera inferior. Un pitido y un resplandor verde que proviene de
la pequeña pantalla me ciegan momentáneamente. M anoseo el contenido de la
guantera intentando adivinar qué es lo que hay allí. Entre una horda de
pañuelos desechables usados encuentro una arrugada cajetilla de tabaco. KBS,
los llaman, Keaton’s Best Tobacco,
largos, intensos, letales.
Me acerco la cajetilla a la boca,
oprimo suavemente un cigarro con los labios y lo enciendo, la primera calada es
la mejor. Nicotina: embota mi cerebro, calienta mis pulmones, difumina este
maldito mundo que me rodea. Lanzo el aire contra la pequeña pantalla verde y
ésta me responde con una seca imprecación. - Identificación- me dice la
voz robótica de una mujer, probablemente enfadada. Presento mi dedo pulgar de
la mano derecha contra el pequeño cuadro negro que hay junto a la palanca de
cambio y compruebo cómo la imagen de mi huella dactilar aparece en la
pantalla. Dos líneas transversales la escanean milímetro por milímetro,
pretendiendo encontrar alguna modificación u error en su configuración. Al
final, un OK ocupa toda la pantalla y el coche arranca. El sistema ha
comprobado que soy yo, cuando menos, lo
que queda de mí, eso no se refleja en las huellas dactilares.
El centro administrativo y
comercial de la ciudad está a unos 5 kilómetros de distancia de mi piso, el cual, a su vez, está situado en una pequeña zona dormitorio, donde las noticias más importantes
consisten en saber qué ha comido hoy el
gato de la vecina.
Si tienes un negocio o quieres desarrollar algún tipo de actividad
tienes que buscarte un local en los Grandes Edificios Comerciales del centro.
Si no es así, cosas malas te pasan, cosas como que no te contrata nadie y
tienes que cerrar.
Tras cinco kilómetros de
conducción manual, sin sobresaltos, por una carretera secundaria rodeada de
fábricas y campos de trigo y tabaco, llego a las afueras del centro.
Paradójico: las afueras del centro. Sólo se puede acceder a la ciudad por tres
puntos, dos puentes de hierro elevados que gravitan sobre la vía del tren que
recorre el perímetro del Centro Ciudad, y una puerta de acero blindada que da
acceso a las zonas del Ayuntamiento y el Consejo de Gobierno.
Aparco, como cada día, frente a
uno de los puentes de hierro. Es imposible aparcar en el Centro si no eres rico
o tienes contactos. Desde aquí hasta mi oficina hay unos diez minutos a pie.
Diez minutos que me sirven, a menudo, para librarme de los restos de la
borrachera de la noche anterior.
Emprendo la subida del familiar
puente. Planchas de acero sobre planchas de acero me acompañan durante más de
200 metros de subida. Conforme emprendo el ascenso, con paso firme, mis
maltratados pulmones me piden más y más aire, y yo intento dárselo. El aire
aquí se nota más puro, más sano, aunque es imposible desprenderse del olor a
tabaco, polución y carbón que impregnan toda la ciudad. La zona peatonal mide
dos metros de ancho, y algún previsible ingeniero decidió instalar unas
barandas metálicas y cobrizas de tres metros de altura en sus extremos, para
impedir que las personas desesperadas como yo se arrojasen contra la locomotora
del tren. El puente supone una de las mayores atracciones de la ciudad, los
mecanismos y engranajes que hay bajo el mismo refulgen bajo las luces de la
ciudad con intensidad titánica. Son considerados una de las más grandes obras
de la ingeniería civil y uno de los inventos más loados, sobretodo por que permiten su elevación por las noches, aislando
el Centro Ciudad del resto y de cualquier otro peligro que pueda acechar
en las afueras.
No sin fatiga, llego a la parte
superior del puente. Está realmente por encima del nivel de la ciudad, desde
aquí puedes ver todo el terreno que abarca Keaton. Siempre me detengo en este
punto y admiro la decadencia de esta ciudad. Además, aprovecho la pausa
para doblarme sobre mí mismo y
recuperar el aliento. Desde aquí, se aprecia
el Centro con toda exactitud: el Edificio del Ayuntamiento, una
construcción cuadrada con altas torres a los lados rematadas en punta, con sus
tres puertas de arcos circulares y cientos de ventanas cuadradas sobre éstas,
en sus esquinas, destacando sobre el resto, se pueden ver los escudos de las
familias que han regentado Keaton a lo largo de los siglos. Tras éste, el
barrio residencial del Consejo de Gobierno, sus miembros son de los pocos afortunados que pueden residir
en el Centro. A su izquierda los Parques Nacionales, una serie de parques y
jardines ideados para pasear y realizar eventos. El resto del terreno está ocupado por los Grandes Edificios
Comerciales: rascacielos de acero,
cristal y hormigón cuya fealdad amenaza con engullir al resto de delicadas
construcciones, tal como un troll se cierne sobre el descuidado caminante que,
por error, quisiera cruzar su puente.
Como colofón final, alrededor de
todo este cúmulo de circunstancias que configuran el Centro, se encuentran
situados los suburbios, o las afueras, como suelen llamarlas despectivamente
los ciudadanos de pro. Las grandes fábricas industriales salpican
profusamente toda la geografía, resaltando sobre el resto de edificaciones y
campos de cultivo, proyectando sus chimeneas “escupe-muerte” hacía un cielo
negro plomizo que parece que vaya a
derrumbarse sobre nuestra cabezas. Creo no ser el único que ha tenido la
sensación de vivir bajo un telón de acero, un telón que algún día se desplomará
y nos sepultará a todos entre escombros
y escoria metálica.
En el horizonte, los ovalados y
gordos dirigibles vomitan su carga de carbón arrojándola desde el aire hacia
las terrazas de descarga de las fábricas, para después emprender su lento viaje de vuelta hacia las minas
de carbón situadas en las afueras.
El pitido y la estela del tren
que se acerca a las inmediaciones del puente me saca de mi
ensoñación. La máquina locomotora, con su humeante sonrisa, me recuerda
que son las 8 menos cinco y que, de nuevo, llego tarde a la oficina. Emprendo
el descenso, esta parte es más llevadera, requiere menos esfuerzo, lo que
supone un alivio para mis maltrechos músculos
Abro la puerta del vestíbulo del
Gran Edificio Comercial en que está situada mi oficina, el conserje me saluda
con cara de pocos amigos y
automáticamente me ofrece la llave de mi despacho. Debe ser viejo, viejo
bajo cualquier estándar, pero ahí sigue, al pie del cañón, el destino que nos
espera a todos. Me observa con sus ojos miopes, a través de unas gafas de
cristales redondos y montura dorada. Un pequeño dispositivo en su oreja derecha
le mejora la audición y controla la lente diestra, la cual dispone de un objetivo que puede acercar o
alejar a placer. Se fija en mi anticuado traje, concretamente en las arrugas y
manchas oscuras de la pechera, menea la cabeza en un gesto de desaprobación y
se aleja del mostrador. Cojea, el clap clap que emite al andar me da la certeza
de que en este hombre queda muy poco de humano ya, pero aún así se mantiene,
fiel a sus obligaciones. Me da la espalda,
coge una gran página del periódico amarillo de hoy y la escanea en el
dispositivo central para, después, ponerla a disposición de todos los comercios
instalados en el Edificio. Abandono el vestíbulo con un gracias, buenos días
muy quedo y la cabeza baja.
Texto: Joaquín Torregrosa Luis.
Imagen: María José Torregrosa Luis
Para ser un género que no me va mucho (generalmente por lo muy descriptivo que es) me ha gustado bastante. Se te ve cómodo con este tipo de historias. Hay frases que las he leído dos o tres veces porque me han parecido tremendamente buenas.
ResponderEliminarLa semana que viene sigo con el resto de capítulos.
Me alegra que te guste, jeje.
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