El despertador vuelve a rugir a
las 7:00 de la mañana. Me despierto sobrio, la noche anterior no quise beber
nada, hoy tengo trabajo. Abro el armario y, tal y como esperaba, el dron ha lavado y planchado uno de los trajes más nuevos durante la noche. Hoy voy a
moverme por el Centro y necesito estar presentable. Termino de arreglarme y
asearme. Abro el pequeño cofrecito que ella me regaló y busco el anillo de
matrimonio. Lo escondí aquí cuando ella se fue, pero siempre me ha dado suerte,
es hora de que vuelva a su lugar. Entre la chatarra que me dejó, encuentro una
foto de ella con el bebe. Sus rizos morenos y cortos enmarcan una cara
sonriente, con labios definidos y sensuales. En la imagen tiene en brazos a
nuestro hijo, que en aquel entonces tenía 18 meses, y que rehusaba mirar a la
cámara. Cojo la foto, la doblo y me la meto en la cartera.
¿Cuando se marchó? ¿Fue hace 3 años? ¿4?. Sí, creo recordar que ayer era nuestro aniversario. Las constantes peleas, las constantes acusaciones. Los problemas económicos. Hace tres años. Cuando empecé a barruntar que mi padre no había desaparecido. Cuando realicé todas aquellas peticiones al Estado Mayor para que me dejaran ver el expediente administrativo de mi padre, cuando aquellas llamadas nocturnas de desconocidos que no hablaban nos ponían los nervios de punta.
Yo nunca estaba. Mi trabajo iba a
peor, la casa se caía a pedazos y los acreedores nos acosaban por la calle. El
Estado Mayor me negaba todas mis peticiones, me ponía trabas, zancadillas, me
instaban a que abandonara y yo llegaba a casa frustrado y de mal humor. Hace
tres años.
Una noche fatídica llegué a casa
y nadie fue corriendo a buscarme a la puerta. Esa noche se acabaron los
cálidos abrazos de bienvenida, las cómplices sonrisas infantiles y los
correteos por el pasillo. Ella había recogido todas sus pertenencias y me había
dejado una nota. No podía más, me quería, me quería desde lo más profundo de su
corazón, pero en mí ya no quedaba nada a lo que querer. Se iba fuera de la
ciudad, había contactado con unos amigos, me escribiría al llegar.
Nunca escribió, ni llamó, ni me
mandó una foto del bebé por su cumpleaños. Nunca me dio más explicaciones y yo
me sumí en una espiral de alcohol y autocomplaciencia que prácticamente me destruyó. Perdí más de 20
kilos en menos de 3 meses y mucho más dinero del que tenía o pudiera disponer.
Me anulé, me destruí, pero eso se ha acabado, voy a recomponer mi vida y voy a
averiguar que es lo que está pasando.
Repaso mentalmente los sucesos del día anterior, rescato del bolsillo el maltratado recorte de periódico, se ha secado, se ha tornado tieso y quebradizo, pero los misteriosos números brillan con más fuerza.
***
La casa de Adolf Churchill está
en el mejor barrio de la ciudad, en pleno Centro. Todos los Consejeros y
miembros del Ayuntamiento viven aquí. Son mansiones individuales, con sus altas
torres, sus cristaleras, sus cuidados jardines
y su seguridad privada. El hecho de acercarme a la verja de la hacienda
provoca automáticamente que dos conserjes jóvenes y uniformados,
provistos de modernas pistolas, se acerquen desde el otro lado para controlar
la situación. Uno de ellos sostiene la correa de un doberman bastante agresivo
que me enseña los dientes.
- ¿Quería algo, señor? - pregunta el más joven.
- He quedado con la Señora
Churchill hoy a las 12, vengo a recoger una documentación - le digo con
aire solemne y señalando mi maletín.
El mayor pone cara de extrañado y se da la vuelta pulsando un botón en el auricular con incrustaciones color cromo que lleva colgando de la oreja. Se da la vuelta y me habla con aire hosco.
- La señora Churchill no tiene
programada ninguna visita para el día de hoy caballero. Concierte una nueva
cita y vuelva cuando se le indique – me dice mientras se dan la vuelta y
se alejan de la verja.
- Pero ella estuvo ayer en mi despacho - le grito enfadado. - Insistió en que viniera hoy.
Recuerdo lo que vi ayer por la
ventana y me temo lo peor. Quizá la señora Churchill ya haya pasado a engrosar
las grandes listas de desaparecidos locales. No obstante, en un giro inesperado
de los acontecimientos, el vigilante se para en seco a medio camino y al final,
con desgana, vuelve a la verja.
- Me comunican que la señora lo recibirá hoy. Mi compañero le acompañará hasta el vestíbulo.
Sigo al vigilante que porta el
doberman. Me encuentro algo asustado,
el animal no para de darse la vuelta y ladrarme con malas intenciones.
Finalmente, llegamos a la puerta principal, un mayordomo de unos 60 años, alto,
con librea clásica y pelo engominado me acompaña hasta un salón principal. En
él todo parece caro. Desde los sillones y divanes de patas doradas y curvadas
con asientos y espaldares forrados de terciopelo rojo, hasta los lienzos que
cubren todas y cada una de las paredes del salón, mostrando escenas bellamente
pintadas de la historia de la ciudad y posiblemente de los éxitos de la familia
Churchill.
Especialmente me sorprende uno de
ellos, un retrato más pequeño, en el que se muestra a Adolf vistiendo una bata
blanca de investigador, un casco de contención
y lo que parece ser un rudimentario reloj de bolsillo de grandes
proporciones.
El mayordomo me abandona en la habitación
rehusando ofrecerme una bebida, me indica que me siente en uno de los
sillones y no me mueva. Obviando sus instrucciones, me paseo por la sala
intentando adivinar si estoy siendo observado. A simple vista no aprecio ningún
dispositivo de grabación, ni puerta oculta por la que me puedan sorprender,
pero no me abandona la sensación de estar siendo vigilado. Mis instintos
me llevan hasta un mueble bar refrigerado que está situado en una de las
esquinas. La situación me ha puesto
extremadamente nervioso, me noto el
pulso acelerado y la garganta seca, necesito un trago. No me importa que me
pillen saqueando los excelentes licores del Señor Churchill, máxime cuando de
adivina un botín tan excelente.
Las gruesas paredes de acero del mueble le dan el aspecto de una
caja fuerte mal diseñada. Doradas bisagras con motivos florales sostienen la
puerta principal que se encuentra situada a la altura de mi pecho. Abro la
puerta y unas lucecillas se encienden
en el interior iluminando y realzando el color y la textura de las bebidas. Un
aire gélido escapa por la puerta, una pesada plancha de acero, excesivamente
gruesa y con bordes magnéticos, especialmente diseñada para cerrar
herméticamente y mantener el frío. Al
comprobar el contenido del mueble, abro los ojos desmesuradamente, vinos de
color dorado, licores de café destilado, esencias de Ocre. Sin poder evitarlo
comienzo a salivar y a tragar con
desmesura, mis manos tiemblan y mi cuerpo protesta bajo los efectos del
síndrome de abstinencia. Devoro con la vista el contenido del mueble y mis ojos se posan en otro objeto en el que
no había reparado hasta el momento. Escondido en un rincón y tras una botella
de bourbon, de nombre desconocido para mí, hay un pequeño cofre marcado en su
parte frontal con unas letras y números. “S10M3C”.
Conmocionado, saco el recorte de
periódico y compruebo el código que ha aparecido tras el incidente de ayer:
“S10M3B”. Sin duda, guardan relación, la similitud de los códigos, la similitud
de la desapariciones. Abro el cofre y encuentro una llave y un pequeño chip de
memoria. Me los guardo en el bolsillo del pantalón y dejo el cofre en su sitio,
al sostenerlo en mi mano para devolverlo a su lugar, la tinta con la que estaban escritos los números se ha borrado parcialmente, quedándose impregnada
en mis dedos. Los froto uno contra otro y la tinta desaparece.
El descubrimiento aleja de mí las
dudas y la ansias de bebida. Cierro el mueble y husmeo rápidamente por la
habitación buscando alguna pista adicional. Las perfectas estanterías estilo
colonial están repletas de libros. Unos de historia, otros novelas y otros, la
gran mayoría, son biografías. Biografías de inventores e investigadores
relacionados con el desarrollo de la industria y los avances tecnológicos y
energéticos.
Paso el dedo por el lomo de
algunos de ellos, sintiendo el tacto de la encuadernación en cuero natural y grabados en oro, preguntándome por qué
nunca he oído hablar de estos libros y esas personas. Un portazo me sobresalta, es el mayordomo de nuevo.
***
Texto: Joaquín Torregrosa Luis.
Imagen: María José Torregrosa Luis
Intrigante... aunque o me huelo por dónde vas o puede quedar la cosa un poco... Bueno, sigo leyendo y a ver cómo continua y se va resolviendo.
ResponderEliminarDicho sea de paso, la lectura va ganando en fluidez, me gusta eso.