jueves, 5 de diciembre de 2013

KEATON, La Ciudad Perdida. Fragmento 4.

               
              El despertador vuelve a rugir a las 7:00 de la mañana. Me despierto sobrio, la noche anterior no quise beber nada, hoy tengo trabajo. Abro el armario y, tal y como esperaba, el dron  ha lavado y planchado uno de los trajes  más nuevos durante la noche. Hoy voy a moverme por el Centro y necesito estar presentable. Termino de arreglarme y asearme. Abro el pequeño cofrecito que ella me regaló y busco el anillo de matrimonio. Lo escondí aquí cuando ella se fue, pero siempre me ha dado suerte, es hora de que vuelva a su lugar. Entre la chatarra que me dejó, encuentro una foto de ella con el bebe. Sus rizos morenos  y cortos enmarcan una cara sonriente, con labios definidos y sensuales. En la imagen tiene en brazos a nuestro hijo, que en aquel entonces tenía 18 meses, y que rehusaba mirar a la cámara. Cojo la foto, la doblo y me la meto en la cartera.

            ¿Cuando se marchó? ¿Fue hace 3 años? ¿4?. Sí, creo recordar que ayer era nuestro aniversario. Las constantes peleas, las constantes acusaciones. Los problemas económicos. Hace tres años. Cuando empecé a barruntar que mi padre no había desaparecido. Cuando realicé todas aquellas peticiones al Estado Mayor para que me dejaran ver el expediente administrativo de mi padre, cuando aquellas llamadas nocturnas de desconocidos que no hablaban nos ponían los nervios de punta.

            Yo nunca estaba. Mi trabajo iba a peor, la casa se caía a pedazos y los acreedores nos acosaban por la calle. El Estado Mayor me negaba todas mis peticiones, me ponía trabas, zancadillas, me instaban a que abandonara y yo llegaba a casa frustrado y de mal humor. Hace tres años.

            Una noche fatídica llegué a casa y  nadie fue corriendo a buscarme a la puerta. Esa noche se acabaron los cálidos abrazos de bienvenida, las cómplices sonrisas infantiles y los correteos por el pasillo. Ella había recogido todas sus pertenencias y me había dejado una nota. No podía más, me quería, me quería desde lo más profundo de su corazón, pero en mí ya no quedaba nada a lo que querer. Se iba fuera de la ciudad, había contactado con unos amigos, me escribiría al llegar.

            Nunca escribió, ni llamó, ni me mandó una foto del bebé por su cumpleaños. Nunca me dio más explicaciones y yo me sumí en una espiral de alcohol y autocomplaciencia que  prácticamente me destruyó. Perdí más de 20 kilos en menos de 3 meses y mucho más dinero del que tenía o pudiera disponer. Me anulé, me destruí, pero eso se ha acabado, voy a recomponer mi vida y voy a averiguar que es lo que está pasando.

            Repaso mentalmente los sucesos del día anterior, rescato del bolsillo el maltratado recorte de periódico, se ha secado, se ha tornado tieso y quebradizo,  pero los misteriosos números brillan con más fuerza.

***

            La casa de Adolf Churchill está en el mejor barrio de la ciudad, en pleno Centro. Todos los Consejeros y miembros del Ayuntamiento viven aquí. Son mansiones individuales, con sus altas torres, sus cristaleras, sus cuidados jardines  y su seguridad privada. El hecho de acercarme a la verja de la hacienda  provoca automáticamente que dos conserjes jóvenes y  uniformados, provistos de modernas pistolas, se acerquen desde el otro lado para controlar la situación. Uno de ellos sostiene la correa de un doberman bastante agresivo que me enseña los dientes.

            - ¿Quería algo, señor? - pregunta el más joven.

          - He quedado con la Señora Churchill hoy a las 12, vengo a recoger una documentación -  le digo con aire solemne y señalando mi maletín.

            El mayor pone cara de extrañado y se da la vuelta pulsando un botón en el auricular con incrustaciones color cromo que lleva colgando de la oreja. Se da la vuelta y me habla con aire hosco.

            - La señora Churchill no tiene programada ninguna visita para el día de hoy caballero. Concierte una nueva cita y vuelva cuando se le indique  – me dice mientras se dan la vuelta y se alejan de la verja.

            - Pero ella estuvo ayer en mi despacho - le grito  enfadado. - Insistió en que viniera hoy.

            Recuerdo lo que vi ayer por la ventana y me temo lo peor. Quizá la señora Churchill ya haya pasado a engrosar las grandes listas de desaparecidos locales. No obstante, en un giro inesperado de los acontecimientos, el vigilante se para en seco a medio camino y al final, con desgana, vuelve a la verja.

            - Me comunican que la señora lo recibirá hoy. Mi compañero le acompañará hasta el vestíbulo.

            Sigo al vigilante que porta el doberman. Me encuentro  algo asustado, el animal no para de darse la vuelta y ladrarme con malas intenciones. Finalmente, llegamos a la puerta principal, un mayordomo de unos 60 años, alto, con librea clásica y pelo engominado me acompaña hasta un salón principal. En él todo parece caro. Desde los sillones y divanes de patas doradas y curvadas con asientos y espaldares forrados de terciopelo rojo, hasta los lienzos que cubren todas y cada una de las paredes del salón, mostrando escenas bellamente pintadas de la historia de la ciudad y posiblemente de los éxitos de la familia Churchill.

Especialmente me sorprende uno de ellos, un retrato más pequeño, en el que se muestra a Adolf vistiendo una bata blanca de investigador, un casco de contención  y lo que parece ser un rudimentario reloj de bolsillo de grandes proporciones.

            El mayordomo me abandona en la habitación rehusando ofrecerme  una bebida,  me indica que me siente en uno de los sillones y no me mueva. Obviando sus instrucciones, me paseo por la sala intentando adivinar si estoy siendo observado. A simple vista no aprecio ningún dispositivo de grabación, ni puerta oculta por la que me puedan sorprender, pero no me abandona la sensación de estar siendo vigilado.  Mis instintos me llevan hasta un mueble bar refrigerado que está situado en una de las esquinas.  La situación me ha puesto extremadamente nervioso, me noto  el pulso acelerado y la garganta seca, necesito un trago. No me importa que me pillen saqueando los excelentes licores del Señor Churchill, máxime cuando de adivina un botín  tan excelente.

Las gruesas paredes  de acero del mueble le dan el aspecto de una caja fuerte mal diseñada. Doradas bisagras con motivos florales sostienen la puerta principal que se encuentra situada a la altura de mi pecho. Abro la puerta  y unas lucecillas se encienden en el interior iluminando y realzando el color y la textura de las bebidas. Un aire gélido escapa por la puerta, una pesada plancha de acero, excesivamente gruesa  y con bordes magnéticos,  especialmente diseñada para cerrar herméticamente y mantener el frío.  Al comprobar el contenido del mueble, abro los ojos desmesuradamente, vinos de color dorado, licores de café destilado, esencias de Ocre. Sin poder evitarlo comienzo  a salivar y a tragar con desmesura, mis manos tiemblan y mi cuerpo protesta bajo los efectos del síndrome de abstinencia. Devoro con la vista el contenido del mueble y  mis ojos se posan en otro objeto en el que no había reparado hasta el momento. Escondido en un rincón y tras una botella de bourbon, de nombre desconocido para mí, hay un pequeño cofre marcado en su parte frontal con unas letras y números. “S10M3C”.

            Conmocionado, saco el recorte de periódico y compruebo el código que ha aparecido tras el incidente de ayer: “S10M3B”. Sin duda, guardan relación, la similitud de los códigos, la similitud de la desapariciones. Abro el cofre y encuentro una llave y un pequeño chip de memoria. Me los guardo en el bolsillo del pantalón y dejo el cofre en su sitio, al sostenerlo en mi mano para devolverlo a su lugar,  la tinta con la que estaban escritos los números se ha  borrado parcialmente, quedándose impregnada en mis dedos. Los froto uno contra otro y la tinta desaparece.

            El descubrimiento aleja de mí las dudas y la ansias de bebida. Cierro el mueble y husmeo rápidamente por la habitación buscando alguna pista adicional. Las perfectas estanterías estilo colonial están repletas de libros. Unos de historia, otros novelas y otros, la gran mayoría, son biografías. Biografías de inventores e investigadores relacionados con el desarrollo de la industria y los avances tecnológicos y energéticos.


            Paso el dedo por el lomo de algunos de ellos, sintiendo el tacto de la encuadernación en cuero natural  y grabados en oro, preguntándome por qué nunca he oído hablar de estos libros y esas personas.  Un portazo me sobresalta, es el mayordomo de nuevo. 

***
Texto: Joaquín Torregrosa Luis. 
Imagen: María José Torregrosa Luis

1 comentario:

  1. Intrigante... aunque o me huelo por dónde vas o puede quedar la cosa un poco... Bueno, sigo leyendo y a ver cómo continua y se va resolviendo.

    Dicho sea de paso, la lectura va ganando en fluidez, me gusta eso.

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