jueves, 28 de noviembre de 2013

KEATON, La Ciudad Perdida. Fragmento 3.

             
                    FRAGMENTO 3.

            Me revuelvo en la silla, todavía conmocionado,  casi sin querer me fijo en el recorte de periódico enmarcado. Es una noticia de hace unos 15 años, quizá más. El titular reza: “Científicos descubren una fuente alternativa de energía”. Entre los bordes rotos y amarillentos de la página de periódico se puede ver una instantánea en blanco y negro. En ella, un hombre de barba y pelos canos, exquisitamente recortados, desnudo de cintura para arriba, extiende sus manos y sus dedos en el interior de una campana gigante de cristal. En varias partes de su cuerpo ha colocado una serie de parches conductores de los cuales emergen cables gruesos   que, a su vez,  lo conectan a la base de la campana, una superficie gruesa hecha de un material superconductor. Sobre el artilugio hay dos antenas, una enfrentada contra la otra, y entre ambas, una gruesa onda de electricidad que se transmite por el aire, sin cables.

            Antes mentí. Sí que conocía a ese hombre. Ese hombre es mi padre. Era mi padre, hasta que desapareció. Un reputado científico, aclamado por la crítica, alabado por la sociedad, laureado,  hasta que cometió el terrible error de embarcarse en su último proyecto. Mi padre sostenía con vehemencia que el cuerpo humano era capaz de producir energía eléctrica a voluntad, que con un pequeño esfuerzo de la mente, una alimentación adecuada y un aparato electrónico específico, cada ser humano era capaz de producir  toda la energía eléctrica que necesitara.

            Fruto de numerosas  investigaciones diseñó aquel ingenio que permitía encauzar  la energía eléctrica corporal y almacenarla en su base. Debido al carácter de las experimentos no encontró a nadie que se prestara  voluntario, por lo que   él mismo se aplicó los cátodos, se introdujo en la campana y accionó los controles. En la foto se muestra la presentación del invento ante El Real Instituto de Estudios Científicos de Keaton  y al  resto de investigadores de la ciudad  despellejándose las  palmas de las manos en un efusivo aplauso. El resultado fue un éxito,  tan sólo cinco minutos de exposición sirvieron para  generar energía como para iluminar toda la sala de reuniones durante más de tres horas.

            El periódico se deshacía en alabanzas y auguraba un futuro muy prometedor tanto para el eminente científico cincuentón, como para su brillante hijo, estudiante de Ciencias del Derecho. Esa fue la última vez que lo vi. Una semana después, cuando volví de la facultad a nuestra acomodada casa en el Centro, ésta estaba rodeada de curiosos. Varios obreros con monos de trabajo cargaban nuestros muebles y pertenencias en vagones de transporte autopropulsados. Un agente me impidió la entrada a la casa y me pidió que esperara fuera hasta que llegara uno de los Notarios del Consejo.

            Esperé pacientemente durante horas, observando cómo se lo llevaban todo. Cuando acabaron, aquel ave de mal agüero, de semblante estirado y vestido con un impecable chaqué negro con pajarita se acercó a mí. Me miró desde arriba, hinchando las aletas de la nariz y dándome tiempo para  que prepara mi mente entes de darme la  mala noticia. Recuerdo cómo  sacó una carpeta de cuero negro y gastado de debajo del brazo, la abrió lentamente y señaló varias cosas con el dedo, murmurando entretanto para sí.


            - ¿Jason Steinbeck, hijo de Joachim Steinbeck? - inquirió.


            Asentí con la cabeza y entonces me tendió la carpeta. En ella, la Alcaldía me informaba que mi padre se había largado de la ciudad, llevándose con él los informes, los inventos y toda la información relativa al último descubrimiento energético que había realizado. Se me advertía que dicho proceder  contravenía las licencias de investigación que le habían otorgado, señalándolo como proscrito y procediéndose  por tanto, a embargar todas las pertenencias que el mismo tuviere en la ciudad. No obstante, la Alcaldía, en atención a mi brillante carrera universitaria, me permitía conservar el piso en las afueras de mi madre, y el alquiler preexistente de  la oficina  en el Edificio Comercial.

            Ni una nota, ni una mención a mi persona entre todo el papeleo, ni un adiós. La relación con mi padre nunca había sido fluida, pero jamás  hubiera pensado que me abandonaría, no después de que  madre muriera.

            Una llamada de teléfono me trae  de vuelta de mis recuerdos, de  aquellos tiempos pasados que siempre fueron mejores, o no, depende del prisma con el que se miren. El ring ring de la campana del teléfono insiste mientras me deshago de los últimos vestigios del pasado. El auricular de forma alargada salta sobre la base del teléfono con furia, anhelando mi cálido abrazo. Descuelgo el auricular y me lo llevo al oído. No se oye nada.  Espero. Una respiración, joven, sonora, intencionada.

            - Mire por la ventana. - Me apremia un voz masculina y potente.

            Cojo la base del teléfono y estiro suavemente del cable para acercarme a la ventana. Abajo, un Rolls Royce,  clase excellence, de los que llevan turbo a vapor, se encuentra aparcado sobre la acera. Dos hombres con gabardina y sombreros negros rodean a la chica que me ha visitado hace unos momentos y la obligan a entrar al vehículo, ésta se resiste y se golpea contra uno de los tubos de escape laterales del vehículo, se le engancha el abrigo y se desgarra, la suave piel blanca de su hombro derecho me deslumbra, la imagen general se desdibuja, hasta que uno de los hombres le da una bofetada, quebrando su resistencia  y la empuja al interior del vehículo.

            - Ni se le ocurra llamar a la policía, ni interferir en nuestros negocios, si no quiere que le pase lo mismo que a su padre.- . Cuelgan con un sonoro golpe.

            La segunda conmoción del día. Justo cuando los recuerdos amenazaban con sacudir mi enfermiza mente, venía una voz solitaria a confirmar mis peores sospechas. Mi padre no había desaparecido, lo habían hecho desaparecer. Me levanto y me enfrento al recorte de periódico, me apoyo en la pared y acerco la vista al descolorido rostro  de mi padre. Sus facciones, muy parecidas a las mías, mostraban un estado de felicidad y éxtasis inigualable. Él había probado las mieles del éxito, él había sido un reputado miembro de la sociedad, y aún así se lo habían quitado de en medio, ¿habrían hecho lo mismo con Adolf Churchill?, si torres tan altas habían caído, ¿que no podrían hacerme a mí?.

            Saco dos gruesos volúmenes de derecho civil de la estantería y los dejo sobre la mesa, tras éstos, en el fondo de la estantería, guardo una botella de Whisky. Whisky Keaton. Cojo un arrugado vaso de cartón de la papelera y lo lleno hasta arriba. Lo vacío de un trago. Lo vuelvo a llenar. Hago un brindis en dirección al cuadro.


            - Tú si que sabías comportarte, ¿verdad padre?. Con tus trajes buenos, exquisitos modales, la “creme de la creme”, ¿eh? - vacío el vaso y lo vuelvo a llenar. - Pero no, no tenías bastante - mi voz suena ya bastante ebria, soy consciente  que mi mente se nubla y de esa cálida sensación y bienestar que me produce el alcohol - noo, tu queriasss, másss, queríass reconocimiento, querías que ¡ TODOS TE BESARAN EL CULO¡.

            Vacío el vaso de nuevo con un trago largo, el cálido líquido me quema las entrañas. Una sensación de nausea me sube por el estómago, comienzo a sollozar y me derrumbo sobre la mesa. Lanzo la botella contra el cuadro, el sonoro golpe rompe el cristal y la hoja de periódico planea hasta el  suelo en una caída interminable. La botella golpea el rodapié y se hace añicos empapándolo todo. Quiero saber más, necesito saber más, la desaparición de mi padre siempre ha estado presente en mi vida y necesito saber qué es lo que pasó.

            El sonido del teléfono me despierta. Son las 17:00 horas. El edificio va a cerrar. Descuelgo el auricular y la voz cascada del conserje me solicita que entregue las llaves y abandone las instalaciones. Me pongo la gabardina y el sombrero que encuentro que han acabado tirados en un rincón. Me limpió las manchas de vómito de la corbata y hecho un vistazo a la habitación.  Sobre la mesa sigue la tarjeta que me dio la chica, ligeramente  ladeada y manchada de bebida. Definitivamente no ha sido un sueño. La cojo y me la guardo en el bolsillo interior de la gabardina.

            Con el pie remuevo los añicos en los que se han convertido la botella de cristal y el cuadro, entre ellos está el recorte de periódico, prácticamente transparente por los efecto del alcohol. Lo cojo y me lo restriego en los pantalones para secarlo un poco. Unos números grandes, escritos en tinta de color azul han aparecido al margen, junto a la foto “S10M3B”. Lo guardo en el bolsillo del pantalón y rezo por que no se estropee demasiado. 

            ***
           
            La llegada a casa no es muy halagüeña, las resacas diurnas nunca me han sentado bien, y ésta no es una excepción. Abro la puerta y me encuentro al dron preparando la cena. Nunca dejarán de impresionarme las relucientes esferas perfectas que componen su tronco y su cabeza. Me mira con cara inexpresiva mientras trajina en la cocina. Oigo el zumbido de los dos propulsores inferiores, las hélices se mueven rápidamente acuchillando el aire mientras el dron me acompaña al comedor. Me pone un plato en la mesa, huevos con bacón. Otra vez. Este maldito trasto tan sólo sabe hacer huevos con bacón.

            Quizá la culpa sea mía por no haberle cambiado las tareas pendientes esta mañana. Como sea, se aleja zumbando y me deja con mis pensamientos y con mi cena. Me quito la ropa sucia y la lanzo al cesto que hay en el rincón esperando que en los circuitos del dron ya se haya grabado la orden de hacer la colada. Pongo la televisión, tan solo dos canales, el local de Keaton y un canal internacional en el que están emitiendo en directo las consecuencias de un bombardeo efectuado  por una nación extranjera en el norte de nuestro país.

Dejo el canal local. Un anuncio muestra las bondades de comprar en el Edificio de Negocios propiedad de los Campbell mientras  música de Pachelbel suena de fondo. Una familia sonriente sale del edificio con un montón de bolsas de compras y mostrando a la cámara  el fajo de billetes que sus ilustres abogados le han sacado al inquilino moroso que no les pagaba. Horrendo.

            El anuncio deja paso a las noticias locales. Dos mineros, con monos sorprendentemente limpios explican a la reportara el funcionamiento de  las nuevas cámaras de seguridad que se han instalado en la mina para evitar desprendimientos, señalando que han obtenido un certificado nacional que asegura que son las más eficientes y seguras del Globo. Aparece el Alcalde Kingston y abraza a ambos mineros en señal de agradecimiento por sus servicios.  Apago la tele de un manotazo y me tumbo en el sofá.

***
    Texto: Joaquín Torregrosa Luis. 
    Imágenes: María José Torregrosa Luis.

jueves, 21 de noviembre de 2013

KEATON, La Ciudad Perdida. Fragmento 2.


Planta, 45. Me detengo ante una puerta de madera blanca cuya parte superior está cubierta por un cristal opaco. Unas pegatinas con forma de letra adheridas al cristal conforman mi nombre y mi profesión. Jason Steinbeck. Abogado.  Abro la puerta, una pequeña mesa, un perchero de 4 brazos, 3 sillas, una estantería  y un ordenador ATS componen todo el mobiliario. Me siento frente al ordenador personal, enciendo la pantalla y el familiar fulgor verde e intermitente me ilumina la cara. El clásico menú del Edificio Comercial me da la bienvenida con una efusión parpadeante y me informa de las ofertas comerciales del día. Han abierto una nueva tienda de mascotas mecánicas, los implantes auditivos tienen un 50% de descuento en Clever&Weber, mientras  Jestons Insurances se ofrece a hacerme un descuento en el seguro de mi Playmouth. En un banner inferior que ocupa un cuarto de la pantalla, una foto del rubicundo Alcalde Kingston, nos recuerda que la renta per capita de sus ciudadanos es un 50% superior a la del resto del país.

             Sin prestar atención a la publicidad pulso la blanda pantalla sobre el icono de noticias del día. Las páginas del periódico que el conserje estaba escaneando e insertando en la Red del Edificio aparecen en la pantalla. Utilizo la rueda que hay en el lado derecho de la pantalla para pasar las páginas, y la que hay en el lado izquierdo para acercar el texto  que me interesa.

Como siempre, asesinatos, pobreza y desagravios en el resto del mundo, mientras que Keaton, nuestra adorable ciudad, se mantiene próspera y segura gracias a los innumerables esfuerzos de nuestros dirigentes y las fuerzas del orden.

Un titular me llama especialmente la atención: “Hermann Kingston, el primogénito del Alcalde Kingston inaugura una nueva planta de procesamiento de carbón.” Adopto una  sonrisa velada, más amarga que alegre y exclamo para mí - valientes hijos de puta, siguen monopolizándolo todo.

Y así es, en esta ilustre ciudad o trabajas en las minas de carbón o trabajas en las fábricas o eres el esclavo de uno de los Grandes Edificios Comerciales. Yo tuve suerte, mi padre, antes de desaparecer, había ganado lo suficiente para pagarme los estudios y alquilarme esta oficina. Cuando  desapareció, me dejó con un trabajo sin futuro, una deuda con el Consejo de la Ciudad  y una serie de bienes que no podía pagar.

Con un puntapie desplazo la silla de escritorio con ruedas y me alejo de la pantalla. Me encaro al expediente que tengo abierto más de seis meses y lo cierro con mal humor. Ni un cliente en los últimos  meses, éste fue el último, y después de encargarme el trabajo nunca volvió para firmar las solicitudes, ... ni para abonar mis honorarios.   Remuevo el contenido del cajón  de la mesa en busca del  bote de aspirinas, engullo dos de ellas remojándolas  con los restos de un café del día anterior que reposan en el  fondo del vaso de cartón. Esta jaqueca constante me va a matar.

Unos tacones de mujer se oyen en el pasillo. El golpeteo es lento, cadente, tiene ritmo, las piernas que los impulsan deben ser esculturales. Los pasos se detienen frente a mi puerta y la silueta de una mujer se recorta contra el cristal. Enarco una ceja y observo como la bonita figura de la mujer permanece al otro lado de la puerta. Da una calada al filtro de su largo pitillo y golpea con delicadeza el marco.

Intrigado por la aparición, pero con la certeza  de que  se ha equivocado de planta, me acerco en dos zancadas a la puerta y la abro bruscamente. Unos ojos azules, intensos, me sostienen la mirada tras una tupida rejilla negra que  oculta  la parte superior de su rostro, bajo el embozo,  una media sonrisa de labios rojos enmarcada en un cara ovalada, blanca, fina, sin poros, provista de  una nariz recta, aristocrática.  Entreabre los labios suavemente  y deja salir una fina columna de humo aromático. Respiro con intensidad, absorbiendo cada matiz, el tabaco ligeramente mentolado, el perfume caro con aroma a rosas, el…

- ¿No va a invitarme a entrar? - pronuncia con una voz sensual y ladeando la cabeza.

Parpadeo y giro la cabeza hacia los lados,  se ha roto la magia del momento, si es que realmente existe la magia, carraspeo y con un gesto de mi brazo derecho señalo el interior del despacho conminándola a entrar.

Sin esperar más indicaciones desliza su cuerpo hacia una de las sillas que hay frente a mi mesa de trabajo. El vestido negro, de exclusivo diseño, le entalla las caderas y resalta su trasero, me quedo mirándola embobado y fingiendo esperar a que tome asiento para cerrar la puerta principal. El frufrú del vestido y el golpeteo de los tacones componen una melodía  lujuriosa en mi cabeza.

Cierro la puerta y me demoro, momentáneamente, todavía con la mano aferrando el  pomo. Leo el letrero de la puerta al revés, “odagoba”, y me pregunto de nuevo qué puede haber arrastrado a una mujer guapa y evidentemente rica a un Edificio Comercial como éste, y a un “profesional” tan acabado como yo.

Con desgana suelto el pomo de la puerta y cabizbajo ocupo mi silla, frente a la mujer. Ésta ha esperado pacientemente a que yo me sentara, posa la vista en los diferentes muebles que hay en la habitación y la mantiene fija en el recorte de periódico que tengo enmarcado en una de las paredes. Propina una larga calada a su pitillo a través de uno de esos modernos filtros metálicos que convierten la nicotina en vapor. Ha consumido casi la mitad del cigarro y la ceniza aún se mantiene recta, conservando su forma  cilíndrica original, humeando todavía, pero ella no da muestras de querer buscar un cenicero. Sigue con la vista centrada en el recorte de periódico.

Cojo uno de los dos  atestados ceniceros que hay en la mesa  y, por debajo de ésta y con disimulo, lo vació en la papelera. Pongo el cenicero frente a ella, dando un  golpe seco para atraer su atención. Ella, me mira fijamente, sacude con delicadeza el cigarro contra el cenicero y lo libra de la ceniza. Con la otra mano se sube la rejilla que tapa sus ojos y la fija en la parte superior del pequeño sombrero que cubre su cabeza, ahora puedo apreciar con más libertad sus bonitos rasgos y el azul hipnotizante de sus ojos.

- ¿Le conocía? - inquiere apuntando con la barbilla el recorte de periódico de la pared.
- No. - miento. - Creo que es un científico que desapareció.  – Añado con indiferencia.
- ¿Y por qué lo tiene ahí? - vuelve a preguntar con voz angelical.
- Venía con el despacho.- Miento de nuevo. - Señorita, - le digo poniendo mi voz más profesional- sería un placer ofrecerle alguna bebida y además, me encanta su compañía, pero soy un hombre muy ocupado y, sin duda, usted se ha equivocado de planta así que…

-         ¿No es usted Jason Steinbeck?. ¿Abogado?.- pregunta inocentemente.

-         S...Sí… - balbuceo sin poder evitarlo.

- Entonces, si es así, - ...realiza una pausa y vuelve a dar otra calada- vengo a contratar sus servicios.

Abrumado por lo inesperado de la situación, comienzo a sentir vergüenza de mí mismo. En ese justo instante soy consciente de la imagen que la cliente tiene de mí. La camisa blanca, arrugada y con manchas oscuras en la pechera, la corbata negra y anticuada, raída por el uso, mal anudada, el sombrero todavía calado a pesar de que hace tiempo que llegué a la oficina, la gabardina tirada en una de las sillas en lugar de en el perchero, los expedientes, de hojas amarillas  y antiguas abiertos sobre la mesa, los ceniceros llenos y los vasos desechables esparcidos por el suelo del despacho.

Me recompongo, cojo un  folio en blanco con el membrete del despacho y una pluma barata que hay junto a la pantalla. Adopto una posición erguida en la silla,  frente a la cliente y la miro de forma  inteligente, indicándole con un gesto de la mano  que comience su relato. Ésta, apura su cigarro, estrella la colilla contra el cenicero y guarda el filtro en una cajita de plata. Entre sus largos dedos puedo ver  que la cajita está adornada con  incrustaciones que conforman un escudo, probablemente el emblema de una familia adinerada que no logro reconocer.

Se acomoda en la silla y se desabrocha los botones del abrigo de pieles blanco. Me apresuro a levantarme y ayudarla a quitárselo para, a continuación, colgarlo con delicadeza en el perchero. El abrigo es suave  y huele a perfume de mujer, cierro los ojos aspirando el olor mientras lo aprieto con ambas manos.

Vuelvo a mi sitio, nuevos encantos han quedado revelados, la chica, de unos veinticinco  años, porta un vestido negro, liso, con bastante escote, los pechos generosos y blancos se adivinan bajo el mismo. Un corto collar doble de perlas adorna su cuello dando al conjunto una apariencia maravillosa.

Realizo de nuevo un gesto impaciente con la mano, solicitándole que se explique.

- Mi querido letrado..., - comienza-  ¿Puedo llamarle Jasón? ¿Sí? – continua sin esperar mi respuesta.- Mi marido desapareció el mes pasado en condiciones  muy extrañas. Las investigaciones policiales no han revelado nada todavía, he tenido, a diario, hordas de personajes uniformados observando con lupa cada detalle y cada objeto que hay en mi casa, pisoteando mis setos y mis jardines, manoseando mis jarrones, mis joyas y mis obras de arte y...de todo ello, no han sacado nada en claro, y según  parece, pasarán los años y seguirán sin concluir nada.

Dejo caer el papel y la pluma sobre la mesa con gesto irritado, tal como imaginaba, la chica se ha equivocado, esta señora necesita un detective y no un abogado.

- Señora, - digo mordiéndome la lengua- usted no necesita un abogado, necesita un investigador…

- No, no- me corta con una sonrisa complaciente- Sí que necesito un abogado. Lo que necesito de usted “no es” que encuentre a mi marido, sino que consiga una “declaración formal de fallecimiento”. Mientras mi marido esté en paradero desconocido, mientras estas investigaciones se alarguen insufrible e interminablemente,  no puedo heredar legalmente, y mientras no pueda heredar legalmente, la familia de mi marido seguirá controlando mi dinero y mis empresas y, lo que es peor, limitando mis gastos y mis necesidades.

- Señora - le intento explicar con tono entendido- una “declaración formal de fallecimiento” conlleva la formalización de una serie de trámites, hay que aportar pruebas concluyentes del fallecimiento, una certificación médica de muerte...y además están los trámites de la apertura de testamento, declaración de herederos y…

- Se lo conseguiré- me dice poniéndose muy seria y cortando en seco el monólogo desvariado  que, sin querer, había comenzado.

-...los gastos. - termino la frase sin poder detenerme a tiempo y ambos nos quedamos en silencio, mirándonos fijamente en la desastrosa habitación.

- No se preocupe por los gastos. - me dice al fin, rompiendo el silencio. - Aún puedo disponer de varios recursos.  ¿Cuánto necesita?.

- Cien libras. - Respondo sin pensar. Soy consciente  que cien libras puede ser considerado  caro para el trabajo que me acaban de  encargar. Sin embargo, esa cantidad, para mi maltrecha economía es  una pequeña fortuna. Me permitirían ponerme al corriente con el  alquiler de la oficina y pagar alguna de las cuotas del coche. Aún así, casi al momento de haber abierto la boca, me arrepiento de haber dicho esa cifra, llevo más de seis meses en el dique seco,   sin un cliente nuevo y sin muchas perspectivas de que mejore.

La chica eleva las cejas en señal de extrañeza. Comienzo a temerme lo peor e intuyo su intención de echarse atrás, me dispongo a enmendar mi error.

            - Bueeeno -  me llevo  la mano a la cabeza rascándome obsesivamente  la nuca y estrechando los ojos- si cree que es excesivo….

            - No. - me interumpe -  Le daré mil libras. - Añade. - Cien al comienzo y el resto cuando me consiga la declaración. Vaya mañana a mi casa y le entregaré allí toda la documentación, no me atrevo a sacarla de casa. Le espero a las doce del mediodía. Sea puntual.

            Sin más ceremonias se levanta y me estrecha la mano, una mano delicada, de huesos finos, casi cristalinos, me sonríe y se encamina hacia la salida.  Todavía con los ojos dilatados  y la expresión de asombro en la cara que me ha provocado la cantidad ofrecida, me levanto y la ayudo a ponerse el abrigo de pieles, nuestros cuerpos se rozan levemente, ella sonríe, yo no puedo. Ella se separa de mí y se lleva la mano a un bolsillo interior del abrigo. Me tiende una tarjeta, se da la vuelta y desaparece por la puerta.

            Permanezco de pie junto al perchero, el sonido de la puerta al cerrarse ha retumbado en el despacho como una gran interrogación que hubiera caído al suelo desde una altura superior a dos pisos. Todavía no puedo asimilar la situación, no sé que ha pasado, ni qué tipo de trabajo he aceptado, pero tengo una mala sensación, una terrible sensación.

            Me siento de nuevo en la silla frente a mi mesa de trabajo, lanzo con desgana la  tarjeta sobre el protector de cuero de la mesa con la firme  intención de olvidarme de ella durante el resto  del día. El nombre que aparece en ésta capta toda mi atención:

            ADOLF CHURCHILL.
           Avd. del Emperador, 13.
            Keaton. 05698.

            Me llevo ambas manos a las sienes en una expresión de total  incredulidad. El despacho comienza a dar vueltas y la jaqueca vuelve con más fuerza, amenaza con convertirse en una migraña de proporciones épicas, unos puntitos de luz aparecen  frente a mis ojos interpretando su característica danza. Abro instintivamente el cajón de la mesa buscando el bote de los analgésicos. ¿Dos más? ¿Por qué no? Quizás en unos días esté  muerto y tirado en cualquier cuneta  por obra y gracia de los sicarios de los hijos de Adolf Churchill.

            Había aceptado nada más y nada menos que conseguir la “declaración de fallecimiento” de Adolf Churchill. Uno de los magnates más ricos de la ciudad, de los más poderosos, miembro del consejo de Gobierno del Alcalde Kingston. Tachado de loco  en los últimos años por casarse con una jovencita de 20 años y por perder inmensas fortunas en proyectos de investigación de lo más disparatados, sus hijos habían intentando quitarle la administración de sus empresas y el control de su fortuna, pero sin éxito. El mes pasado había sido portada de todos los periódicos por haber “desaparecido”, otro más, y ahora su joven viuda quería ponerme a mí de por medio para conseguir su fortuna.

            A mí. ¿Por qué yo? ¿Por qué no había acudido a uno de los famosos e influyentes abogados del Consejo de Gobierno?. ¿Quizás sí que hubiera ido?. ¿Quizás se hubieran negado a ayudarla? ¿Quizás por eso me ofreció esa cantidad tan desorbitada? ¿Por que conocía mis apuros económicos? ¿Porqué pensaba que cualquier abogaducho del tres al cuarto no podría resistirse a dicha suma?.

Engullo dos nuevos analgésicos y me sereno. Decido no darle más vueltas y resuelvo que  lo haré, que lo intentaré. ¿Qué más puedo perder? En cualquiera de los  casos solo puedo ganar, sino dinero, por lo menos  salir de esta rutina diaria que cada segundo  me empuja más cerca de la tumba.

FIN DEL FRAGMENTO 2.

Texto: Joaquín Torregrosa Luis. 


Imagen: María José Torregrosa Luis

jueves, 14 de noviembre de 2013

KEATON, La Ciudad Perdida. Fragmento 1.

             LA CIUDAD PERDIDA.

   
     Son las 7:00 de la mañana. El despertador ruge en la mesita de noche consumiendo mucha más energía de la que yo tendré en todo el día. Manoteo a ciegas hasta que consigo apagarlo, el tacto frío de las campanas superiores y el zumbido de la célula de energía al autorecargarse me recuerdan la rutina diaria a la que, en breve, tendré que hacer frente.

Me siento en mi lado de la cama, mi gran cama, 1,50 metros de solitaria extensión, ella no está, hace años que no está. Me desperezo con parsimonia evitando el momento en que mis desnudos pies besaran el frío suelo de la habitación, en que un escalofrío me recorrerá el cuerpo y esperaré, con familiar tensión, escuchar el llanto de un bebé, mi bebé, nuestro bebé. Un bebé que ya tendrá cuatro años y seguramente estará llorando en otro lugar.

Finalmente me despego de la cama, cruzo el corto espacio que me separa del aseo, pulso el interruptor y un frío neón se acciona sobre el espejo. La suciedad y la decrepitud se disputan los bordes de mi reflejo. El neón de bajo consumo chisporretea en la habitación  y el espejo me devuelve una demacrada imagen. ¿Ese soy yo?. Debo serlo, sin duda, más viejo, más delgado y con menos pelo, pero yo, al fin y al cabo. Unos ojos marrones, tristes y sin vida me  observan con desprecio sobre unas ojeras negras que han estado ahí durante años. Una nariz grande, recta y una cara alargada, de gestos duros, termina de componer el semblante, el cabello moreno, ralo, empieza a clarear cediendo terreno a la frente.

Termino de asearme y me dirijo al salón pateando por el pasillo la última botella vacía de “Whisky Keaton” que consumí anoche. Keaton, maldita ciudad y maldito Whisky. Lástima que con mis ingresos no me pueda permitir otra cosa. Una vez en el salón recojo la ropa tirada que hay por el suelo, ropa que ya usé el  día anterior, y me la vuelvo a poner. Está arrugada y  manchada,  paso la mano sobre las arrugas y froto las manchas, observo el resultado con ojo crítico: quedó perfecto.

El salón. Hace meses que mi vida se desarrolla prácticamente aquí. Las familiares paredes forradas de papel encarnado con motivos florales y las ventanas tapiadas me dan los buenos días y las buenas noches cada jornada. La vieja televisión en blanco y negro, con sus rizadas antenas, me acompaña en las solitarias noches de borracheras y llantos, el sillón raído...la licorera expoliada...la casa vacía... y ella sigue sin dar señales de vida.

Rebusco por la habitación y  tras el sillón aparece  mi dron personal. Está totalmente descargado y  parece no responder. Da la sensación  que, la pasada noche, al igual que yo, olvidó volver a la estación de carga. Lo aferro con ambas manos rodeando su torso, una esfera de metal de medio metro de diámetro, un modelo barato y pasado de moda  pero funcional. Es  pequeño y bastante liviano, por lo que lo traslado a través de todo el salón y lo encajo en su estación de carga. Al comenzar la carga se enciende la luz indicadora que tiene instalada en su pecho, un irritante intermitente color azul, así como los indicadores que conforman los ojos y la rudimentaria boca. La cabeza, otra esfera de metal unida sin solución de continuidad al tronco, de forma idéntica, pero más pequeña, se ilumina emitiendo una luz suave. Retrae los brazos y los propulsores inferiores ocultándolos en la esfera principal y se dedica  a recuperar energías. 

Abro el panel del pecho y una pequeña pantalla provista de teclado se proyectan hacia afuera. Con la habilidad que me da el uso prolongado,  voy pulsando los pequeños botones  y establezco la rutina diaria (hacer la compra en el supermercado, recoger el correo, ir a la Oficina de Desaparecidos, ...lo de siempre). Cierro el panel con un golpe y me quedo pensativo. - ¡¿Qué día es hoy?¡, me pregunto alarmado- ¡Demonios¡ - me llevo las manos a la cabeza, ¿es hoy?, ¿era hoy?. No consigo acordarme del día de nuestro aniversario. De todas formas no importa, todos los días son iguales en este infierno y éste día es igual de bueno o de malo que cualquier otro.

Opero de nuevo el panel de instrucciones, me voy a la sección de la compra y cambio la solicitud de Whisky genérico. Le indico que traiga uno bueno, un  Bourbon, no el más caro, pero sí lo suficientemente caro como para arrepentirme cuando me despierte de la borrachera. Para acabar,  pulso el botón de “grabar orden”, una voz robótica me responde de forma átona, - orden diaria de programación establecida –  retrae el teclado y el panel, volviendo a posición de carga.

Recojo de la mesa el bonito reloj de bolsillo  que  perteneció a mi padre. Con deleite lo sopeso con la mano derecha, disfrutando el cálido tacto de su caja de oro macizo y ovoide. Hago deslizar entre mis dedos la cadena de oro blanco, y repaso con las yemas la inscripción trasera “Atiende siempre a tus obligaciones”.  Ese era su lema, y esa fue su perdición.  En incontables ocasiones he pensado en venderlo, solo por la caja de oro macizo me darían una gran suma de dinero, pero tras unas horas de deliberación, siempre desecho la idea.

Las 7 y media, llegaré tarde y me volverán a sancionar por no abrir la Oficina a la hora estipulada por el Consejo del Edificio. A mi paso por el vestíbulo me pongo el sombrero y la gabardina marrón  y abandono mi piso dando un portazo

La vieja reja que protege la caja del ascensor, devorada por el robín y los restos de pintura plateada, me da los buenos días  con su boca bostezante. El cartel de “no funciona” sigue colgado después de varios años. Bajo  las de escaleras con andar derrotado  y con hastío llego a la calle, donde me espera mi coche.

Junto a la acera, cerca de la puerta, reposa mi Playmouth negro, edición especial, mi joya, mi posesión más preciada. Ciento sesenta y dos cuotas mensuales con el banco y una pelea semanal con mi esposa. Las primeras todavía las estoy pagando...las segundas...todavía las echo de menos.

Con gesto cotidiano inserto la llave en la puerta y me siento frente al volante. Asientos de cuero duro y suave, salpicadero de nácar oscuro, volante ergonómico cosido a mano, deslizo las puntas de los dedos por las costuras del volante, lenta y deliberadamente, acariciando todas y cada una de las cicatrices que la cruel aguja del artesano inflingió para crear una obra tan perfecta. Cierro los ojos y mi mente evoca  imágenes del pasado, noto una falsa sensación eléctrica en las palmas de las manos  y abandono mi ensoñación.

Con aire distraído enciendo el panel de identificación que hay sobre el salpicadero, al tiempo que rebusco el tabaco en la guantera inferior. Un pitido y un resplandor verde que proviene de la pequeña pantalla me ciegan momentáneamente. M anoseo el contenido de la guantera intentando adivinar qué es lo que hay allí. Entre una horda de pañuelos desechables usados encuentro una arrugada cajetilla de tabaco. KBS, los llaman, Keaton’s Best Tobacco,  largos, intensos, letales.

Me acerco la cajetilla a la boca, oprimo suavemente un cigarro con los labios y lo enciendo, la primera calada es la mejor. Nicotina: embota mi cerebro, calienta mis pulmones, difumina este maldito mundo que me rodea. Lanzo el aire contra la pequeña pantalla verde y ésta me responde con una seca imprecación.  - Identificación- me dice la voz robótica de una mujer, probablemente enfadada. Presento mi dedo pulgar de la mano derecha contra el pequeño cuadro negro que hay junto a la palanca de cambio  y compruebo cómo la imagen de mi huella dactilar aparece en la pantalla. Dos líneas transversales la escanean milímetro por milímetro, pretendiendo encontrar alguna modificación u error en su configuración. Al final, un OK ocupa toda la pantalla y el coche arranca. El sistema ha comprobado que soy yo, cuando  menos, lo que queda de mí, eso no se refleja en las huellas dactilares.

El centro administrativo y comercial de la ciudad está a unos 5 kilómetros de distancia  de mi piso, el cual, a su vez,  está situado en  una pequeña zona dormitorio, donde las noticias más importantes consisten en saber  qué ha comido hoy el gato de la vecina.

 Si tienes un negocio o quieres desarrollar algún tipo de actividad tienes que buscarte un local en los Grandes Edificios Comerciales del centro. Si no es así, cosas malas te pasan, cosas como que no te contrata nadie y tienes que cerrar.

Tras cinco kilómetros de conducción manual, sin sobresaltos, por una carretera secundaria rodeada de fábricas y campos de trigo y tabaco, llego a las afueras del centro. Paradójico: las afueras del centro. Sólo se puede acceder a la ciudad por tres puntos, dos puentes de hierro elevados que gravitan sobre la vía del tren que recorre el perímetro del Centro Ciudad, y una puerta de acero blindada que da acceso a las zonas del Ayuntamiento y el Consejo de Gobierno.

Aparco, como cada día, frente a uno de los puentes de hierro. Es imposible aparcar en el Centro si no eres rico o tienes contactos. Desde aquí hasta mi oficina hay unos diez minutos a pie. Diez minutos que me sirven, a menudo, para librarme de los restos de la borrachera de la noche anterior.

Emprendo la subida del familiar puente. Planchas de acero sobre planchas de acero me acompañan durante más de 200 metros de subida. Conforme emprendo el ascenso, con paso firme, mis maltratados pulmones me piden más y más aire, y yo intento dárselo. El aire aquí se nota más puro, más sano, aunque es imposible desprenderse del olor a tabaco, polución y carbón que impregnan toda la ciudad. La zona peatonal mide dos metros de ancho, y algún previsible ingeniero decidió instalar unas barandas metálicas y cobrizas de tres metros de altura en sus extremos, para impedir que las personas desesperadas como yo se arrojasen contra la locomotora del tren. El puente supone una de las mayores atracciones de la ciudad, los mecanismos y engranajes que hay bajo el mismo refulgen bajo las luces de la ciudad con intensidad titánica. Son considerados una de las más grandes obras de la ingeniería civil y uno de los inventos más loados, sobretodo por que  permiten su elevación por las noches,  aislando  el Centro Ciudad del resto y de cualquier otro peligro que pueda acechar en las afueras.

No sin fatiga, llego a la parte superior del puente. Está realmente por encima del nivel de la ciudad, desde aquí puedes ver todo el terreno que abarca Keaton. Siempre me detengo en este punto y admiro la decadencia de esta ciudad. Además, aprovecho la pausa para  doblarme sobre mí mismo y recuperar el aliento. Desde aquí, se aprecia   el Centro con toda exactitud: el Edificio del Ayuntamiento, una construcción cuadrada con altas torres a los lados rematadas en punta, con sus tres puertas de arcos circulares y cientos de ventanas cuadradas sobre éstas, en sus esquinas, destacando sobre el resto, se pueden ver los escudos de las familias que han regentado Keaton a lo largo de los siglos. Tras éste, el barrio residencial del Consejo de Gobierno, sus miembros son  de los pocos afortunados que pueden residir en el Centro. A su izquierda los Parques Nacionales, una serie de parques y jardines ideados para pasear y realizar eventos. El resto del terreno está  ocupado por los Grandes Edificios Comerciales:  rascacielos de acero, cristal y hormigón cuya fealdad amenaza con engullir al resto de delicadas construcciones, tal como un troll se cierne sobre el descuidado caminante que, por error, quisiera cruzar su puente.

Como colofón final, alrededor de todo este cúmulo de circunstancias que configuran el Centro, se encuentran situados los suburbios, o las afueras, como suelen llamarlas despectivamente los ciudadanos de pro. Las grandes fábricas  industriales  salpican profusamente toda la geografía, resaltando sobre el resto de edificaciones y campos de cultivo, proyectando sus chimeneas “escupe-muerte” hacía un cielo negro plomizo que parece que  vaya a derrumbarse sobre nuestra cabezas. Creo no ser el único que ha tenido la sensación de vivir bajo un telón de acero, un telón que algún día se desplomará y nos sepultará  a todos entre escombros y escoria metálica.

En el horizonte, los ovalados y gordos dirigibles vomitan su carga de carbón arrojándola desde el aire hacia  las terrazas de descarga de las fábricas, para  después emprender su lento viaje  de vuelta hacia las minas de carbón situadas en  las afueras.

El pitido y la estela del tren  que  se acerca a las inmediaciones del puente me saca de mi ensoñación. La máquina locomotora,  con su humeante sonrisa, me recuerda que son las 8 menos cinco y que, de nuevo, llego tarde a la oficina. Emprendo el descenso, esta parte es más llevadera, requiere menos esfuerzo, lo que supone un alivio para mis maltrechos músculos

Abro la puerta del vestíbulo del Gran Edificio Comercial en que está situada mi oficina, el conserje me saluda con cara de pocos amigos y  automáticamente me ofrece la llave de mi despacho. Debe ser viejo, viejo bajo cualquier estándar, pero ahí sigue, al pie del cañón, el destino que nos espera a todos. Me observa con sus ojos miopes, a través de unas gafas de cristales redondos y montura dorada. Un pequeño dispositivo en su oreja derecha le mejora la audición y controla la lente diestra, la cual  dispone de un objetivo que puede acercar o alejar a placer. Se fija en mi anticuado traje, concretamente en las arrugas y manchas oscuras de la pechera, menea la cabeza en un gesto de desaprobación y se aleja del mostrador. Cojea, el clap clap que emite al andar me da la certeza de que en este hombre queda muy poco de humano ya, pero aún así se mantiene, fiel a sus obligaciones. Me da la espalda,  coge una gran página del periódico amarillo de hoy y la escanea en el dispositivo central para, después, ponerla a disposición de todos los comercios instalados en el Edificio. Abandono el vestíbulo con un gracias, buenos días muy quedo y la cabeza baja.

Texto: Joaquín Torregrosa Luis. 
Imagen: María José Torregrosa Luis