jueves, 28 de noviembre de 2013

KEATON, La Ciudad Perdida. Fragmento 3.

             
                    FRAGMENTO 3.

            Me revuelvo en la silla, todavía conmocionado,  casi sin querer me fijo en el recorte de periódico enmarcado. Es una noticia de hace unos 15 años, quizá más. El titular reza: “Científicos descubren una fuente alternativa de energía”. Entre los bordes rotos y amarillentos de la página de periódico se puede ver una instantánea en blanco y negro. En ella, un hombre de barba y pelos canos, exquisitamente recortados, desnudo de cintura para arriba, extiende sus manos y sus dedos en el interior de una campana gigante de cristal. En varias partes de su cuerpo ha colocado una serie de parches conductores de los cuales emergen cables gruesos   que, a su vez,  lo conectan a la base de la campana, una superficie gruesa hecha de un material superconductor. Sobre el artilugio hay dos antenas, una enfrentada contra la otra, y entre ambas, una gruesa onda de electricidad que se transmite por el aire, sin cables.

            Antes mentí. Sí que conocía a ese hombre. Ese hombre es mi padre. Era mi padre, hasta que desapareció. Un reputado científico, aclamado por la crítica, alabado por la sociedad, laureado,  hasta que cometió el terrible error de embarcarse en su último proyecto. Mi padre sostenía con vehemencia que el cuerpo humano era capaz de producir energía eléctrica a voluntad, que con un pequeño esfuerzo de la mente, una alimentación adecuada y un aparato electrónico específico, cada ser humano era capaz de producir  toda la energía eléctrica que necesitara.

            Fruto de numerosas  investigaciones diseñó aquel ingenio que permitía encauzar  la energía eléctrica corporal y almacenarla en su base. Debido al carácter de las experimentos no encontró a nadie que se prestara  voluntario, por lo que   él mismo se aplicó los cátodos, se introdujo en la campana y accionó los controles. En la foto se muestra la presentación del invento ante El Real Instituto de Estudios Científicos de Keaton  y al  resto de investigadores de la ciudad  despellejándose las  palmas de las manos en un efusivo aplauso. El resultado fue un éxito,  tan sólo cinco minutos de exposición sirvieron para  generar energía como para iluminar toda la sala de reuniones durante más de tres horas.

            El periódico se deshacía en alabanzas y auguraba un futuro muy prometedor tanto para el eminente científico cincuentón, como para su brillante hijo, estudiante de Ciencias del Derecho. Esa fue la última vez que lo vi. Una semana después, cuando volví de la facultad a nuestra acomodada casa en el Centro, ésta estaba rodeada de curiosos. Varios obreros con monos de trabajo cargaban nuestros muebles y pertenencias en vagones de transporte autopropulsados. Un agente me impidió la entrada a la casa y me pidió que esperara fuera hasta que llegara uno de los Notarios del Consejo.

            Esperé pacientemente durante horas, observando cómo se lo llevaban todo. Cuando acabaron, aquel ave de mal agüero, de semblante estirado y vestido con un impecable chaqué negro con pajarita se acercó a mí. Me miró desde arriba, hinchando las aletas de la nariz y dándome tiempo para  que prepara mi mente entes de darme la  mala noticia. Recuerdo cómo  sacó una carpeta de cuero negro y gastado de debajo del brazo, la abrió lentamente y señaló varias cosas con el dedo, murmurando entretanto para sí.


            - ¿Jason Steinbeck, hijo de Joachim Steinbeck? - inquirió.


            Asentí con la cabeza y entonces me tendió la carpeta. En ella, la Alcaldía me informaba que mi padre se había largado de la ciudad, llevándose con él los informes, los inventos y toda la información relativa al último descubrimiento energético que había realizado. Se me advertía que dicho proceder  contravenía las licencias de investigación que le habían otorgado, señalándolo como proscrito y procediéndose  por tanto, a embargar todas las pertenencias que el mismo tuviere en la ciudad. No obstante, la Alcaldía, en atención a mi brillante carrera universitaria, me permitía conservar el piso en las afueras de mi madre, y el alquiler preexistente de  la oficina  en el Edificio Comercial.

            Ni una nota, ni una mención a mi persona entre todo el papeleo, ni un adiós. La relación con mi padre nunca había sido fluida, pero jamás  hubiera pensado que me abandonaría, no después de que  madre muriera.

            Una llamada de teléfono me trae  de vuelta de mis recuerdos, de  aquellos tiempos pasados que siempre fueron mejores, o no, depende del prisma con el que se miren. El ring ring de la campana del teléfono insiste mientras me deshago de los últimos vestigios del pasado. El auricular de forma alargada salta sobre la base del teléfono con furia, anhelando mi cálido abrazo. Descuelgo el auricular y me lo llevo al oído. No se oye nada.  Espero. Una respiración, joven, sonora, intencionada.

            - Mire por la ventana. - Me apremia un voz masculina y potente.

            Cojo la base del teléfono y estiro suavemente del cable para acercarme a la ventana. Abajo, un Rolls Royce,  clase excellence, de los que llevan turbo a vapor, se encuentra aparcado sobre la acera. Dos hombres con gabardina y sombreros negros rodean a la chica que me ha visitado hace unos momentos y la obligan a entrar al vehículo, ésta se resiste y se golpea contra uno de los tubos de escape laterales del vehículo, se le engancha el abrigo y se desgarra, la suave piel blanca de su hombro derecho me deslumbra, la imagen general se desdibuja, hasta que uno de los hombres le da una bofetada, quebrando su resistencia  y la empuja al interior del vehículo.

            - Ni se le ocurra llamar a la policía, ni interferir en nuestros negocios, si no quiere que le pase lo mismo que a su padre.- . Cuelgan con un sonoro golpe.

            La segunda conmoción del día. Justo cuando los recuerdos amenazaban con sacudir mi enfermiza mente, venía una voz solitaria a confirmar mis peores sospechas. Mi padre no había desaparecido, lo habían hecho desaparecer. Me levanto y me enfrento al recorte de periódico, me apoyo en la pared y acerco la vista al descolorido rostro  de mi padre. Sus facciones, muy parecidas a las mías, mostraban un estado de felicidad y éxtasis inigualable. Él había probado las mieles del éxito, él había sido un reputado miembro de la sociedad, y aún así se lo habían quitado de en medio, ¿habrían hecho lo mismo con Adolf Churchill?, si torres tan altas habían caído, ¿que no podrían hacerme a mí?.

            Saco dos gruesos volúmenes de derecho civil de la estantería y los dejo sobre la mesa, tras éstos, en el fondo de la estantería, guardo una botella de Whisky. Whisky Keaton. Cojo un arrugado vaso de cartón de la papelera y lo lleno hasta arriba. Lo vacío de un trago. Lo vuelvo a llenar. Hago un brindis en dirección al cuadro.


            - Tú si que sabías comportarte, ¿verdad padre?. Con tus trajes buenos, exquisitos modales, la “creme de la creme”, ¿eh? - vacío el vaso y lo vuelvo a llenar. - Pero no, no tenías bastante - mi voz suena ya bastante ebria, soy consciente  que mi mente se nubla y de esa cálida sensación y bienestar que me produce el alcohol - noo, tu queriasss, másss, queríass reconocimiento, querías que ¡ TODOS TE BESARAN EL CULO¡.

            Vacío el vaso de nuevo con un trago largo, el cálido líquido me quema las entrañas. Una sensación de nausea me sube por el estómago, comienzo a sollozar y me derrumbo sobre la mesa. Lanzo la botella contra el cuadro, el sonoro golpe rompe el cristal y la hoja de periódico planea hasta el  suelo en una caída interminable. La botella golpea el rodapié y se hace añicos empapándolo todo. Quiero saber más, necesito saber más, la desaparición de mi padre siempre ha estado presente en mi vida y necesito saber qué es lo que pasó.

            El sonido del teléfono me despierta. Son las 17:00 horas. El edificio va a cerrar. Descuelgo el auricular y la voz cascada del conserje me solicita que entregue las llaves y abandone las instalaciones. Me pongo la gabardina y el sombrero que encuentro que han acabado tirados en un rincón. Me limpió las manchas de vómito de la corbata y hecho un vistazo a la habitación.  Sobre la mesa sigue la tarjeta que me dio la chica, ligeramente  ladeada y manchada de bebida. Definitivamente no ha sido un sueño. La cojo y me la guardo en el bolsillo interior de la gabardina.

            Con el pie remuevo los añicos en los que se han convertido la botella de cristal y el cuadro, entre ellos está el recorte de periódico, prácticamente transparente por los efecto del alcohol. Lo cojo y me lo restriego en los pantalones para secarlo un poco. Unos números grandes, escritos en tinta de color azul han aparecido al margen, junto a la foto “S10M3B”. Lo guardo en el bolsillo del pantalón y rezo por que no se estropee demasiado. 

            ***
           
            La llegada a casa no es muy halagüeña, las resacas diurnas nunca me han sentado bien, y ésta no es una excepción. Abro la puerta y me encuentro al dron preparando la cena. Nunca dejarán de impresionarme las relucientes esferas perfectas que componen su tronco y su cabeza. Me mira con cara inexpresiva mientras trajina en la cocina. Oigo el zumbido de los dos propulsores inferiores, las hélices se mueven rápidamente acuchillando el aire mientras el dron me acompaña al comedor. Me pone un plato en la mesa, huevos con bacón. Otra vez. Este maldito trasto tan sólo sabe hacer huevos con bacón.

            Quizá la culpa sea mía por no haberle cambiado las tareas pendientes esta mañana. Como sea, se aleja zumbando y me deja con mis pensamientos y con mi cena. Me quito la ropa sucia y la lanzo al cesto que hay en el rincón esperando que en los circuitos del dron ya se haya grabado la orden de hacer la colada. Pongo la televisión, tan solo dos canales, el local de Keaton y un canal internacional en el que están emitiendo en directo las consecuencias de un bombardeo efectuado  por una nación extranjera en el norte de nuestro país.

Dejo el canal local. Un anuncio muestra las bondades de comprar en el Edificio de Negocios propiedad de los Campbell mientras  música de Pachelbel suena de fondo. Una familia sonriente sale del edificio con un montón de bolsas de compras y mostrando a la cámara  el fajo de billetes que sus ilustres abogados le han sacado al inquilino moroso que no les pagaba. Horrendo.

            El anuncio deja paso a las noticias locales. Dos mineros, con monos sorprendentemente limpios explican a la reportara el funcionamiento de  las nuevas cámaras de seguridad que se han instalado en la mina para evitar desprendimientos, señalando que han obtenido un certificado nacional que asegura que son las más eficientes y seguras del Globo. Aparece el Alcalde Kingston y abraza a ambos mineros en señal de agradecimiento por sus servicios.  Apago la tele de un manotazo y me tumbo en el sofá.

***
    Texto: Joaquín Torregrosa Luis. 
    Imágenes: María José Torregrosa Luis.

1 comentario:

  1. Está intrigante la cosa. Creo que ya me lo leo hasta el final para no quedarme a medias.

    Me gusta el dron xD

    ResponderEliminar