- Le dije que NO tocara nada. -
Me espeta a bocajarro y sin ningún respeto.
- ¿Donde está la señora
Churchill? - le pregunto ofendido.
- No le recibirá hoy. No se
encuentra bien, ha tenido que retirarse a sus aposentos. Me ha encargado que le
diga que prescinde de sus servicios y que le entregue este sobre. Son sus
honorarios, por las molestias. – Me tiende el sobre con impaciencia.
Lo cojo y miro dentro. Está abierto y solo hay dinero, ni una nota, ni una explicación. Cincuenta libras. Miro al mayordomo con suspicacia, sospecho que ha sustraído alguna cantidad del interior, pero éste me sostiene la mirada con expresión adusta.
- Exijo ver…- digo con tono autoritario y sin mucha convicción, pero el mayordomo me interrumpe con un tono de voz que no admite discusión.
- Usted no exige nada. Usted se
marcha ya, si no quiere que llame ahora mismo a la autoridad.
Pensando en el contenido del
cofre y del que nadie parece haberse dado cuenta que he cogido, opto por salir
pacíficamente de la casa. Cierro el sobre, lo meto en el bolsillo de la
chaqueta y me dejo conducir al exterior.
******
De vuelta a la oficina aparco el
coche en el sitio habitual. Es la una del medio día, el sol calienta con
tibieza entre las nubes y la persistente y densa niebla se deja vencer por el
astro rey. Salgo del vehículo, apago la pantalla del identificador y cierro la
puerta. Me apoyo sobre el lateral de mi preciado Playmouth y saco un pitillo de
la arrugada cajetilla. Me lo llevo a los labios, pensativo, mirando los
intrincados dibujos que forman los engranajes del puente que tengo frente a mí.
Lanzo el humo de la primera calada hacia el sol y le hago una reverencia.
Barrunto sobre la conveniencia de volver a la oficina. Cuando se den cuenta de que el cofre está vacío pasaré a ser el primer sospechoso de su desaparición. No es un delito grave, lo que he cogido tiene escaso valor, pero si el contenido es comprometedor, podrían imputarme un delito de descubrimiento de secretos y podría pasarme varios años a la sombra.
Tiro el cigarro al suelo y piso
la colilla con agresividad, intentando disipar así mis propias dudas y mis
propios pensamientos.
Me meto de nuevo en el coche y
enciendo la pantalla de identificación. Inserto el chip de memoria en una de
las ranuras laterales del dispositivo
y cruzo los dedos esperando que no esté codificado, si lo está, no me
quedará más remedio que buscar un equipo más potente y, en el peor de los
casos, incluso a un especialista.
La memoria tan sólo contiene un
archivo de texto. “Documento sin título”.
- Abrir. -
pronuncio con tensión. La pantalla parpadea y se queda completamente en verde.
Escucho los chasquidos y ruidos del lector recogiendo la información de la
memoria. Al cabo de 30 segundos comienza a mostrar líneas de texto. Parece un
diario: El diario de mi padre.
“Si
has llegado hasta aquí es porque yo, a pesar de todo, he calculado bien todos los factores y todas las líneas que se
podían desarrollar en el futuro y he completado mi plan para salvarte.
Te
contaré un secreto. Keaton es una ciudad bajo estado de sitio. Una ciudad
aislada, una ciudad perdida. La familia Kingston la ha dirigido a través del Consejo o de la Alcaldía
durante más de 100 años. Su poder se basaba en su riqueza, y su riqueza
radicaba en las minas de carbón y en la venta de ese carbón a la industria.
Un
grupo de investigadores, movidos por nuestro amor al progreso, conseguimos realizar descubrimientos increíbles.
Como bien sabrás, si has leído algo sobre mí, demostramos que el cuerpo
humano era capaz de producir energía, toda la que hiciera falta. Demostré que
cada ser humano podía convertirse en una célula de energía, que cada ser humano
podía ser autosuficiente.
Ese
descubrimiento tiraba por tierra toda la economía basada en el carbón. Tan solo
era cuestión de tiempo que la familia
Kingston perdiera su poder, su posición y su hegemonía sobre la ciudad. Mi
descubrimiento los engullía, los masticaba y los deglutía, dejando en su lugar
una pulpa sanguinolenta.
Cuando
fueron conscientes del peligro, intentaron comprarnos el invento, nos
ofrecieron muchísimo dinero, nos ofrecieron poder, casas en las zonas más
ricas. La mayoría de nosotros cedió, yo no. Cuando descubrieron que no podían
comprarme, me amenazaron. Cuando se dieron cuenta que mi vida no me importaba,
fueron a por vosotros, por mi familia, intentaron despojarnos de todo lo que
teníamos, y lo que es peor, aislaron la ciudad, borraron toda existencia del
pasado y de lo que había más allá de las afueras.
Fue
Adolf Churchill el artífice de tamaña proeza. Azuzado por el resto de miembros
del Consejo y por su propia familia, bajo el miedo de perderlo todo, reunió a
un grupo de científicos con un único fin. Hacer desaparecer la ciudad, borrar
todos los recuerdos y signos del exterior, parar el tiempo y eliminar el
espacio. No fue fácil.
Yo
ignoraba los movimientos políticos y las consecuencias que mi trabajo habían
provocado o provocarían en el futuro. Lo único que quería era seguir
investigando, mejorarlo, perfeccionarlo. Una comisión delegada me dio el visto
bueno. Me informaron que iban a promocionar mi proyecto y darme libertad para
desarrollarlo. Me pusieron al frente de varios investigadores junto a Adolf. El proyecto se denominó “Ciudad Sostenible” y la finalidad era mejorar mi invento, hacerlo mucho más
pequeño y manejable, de forma que todas y cada una de las personas
pudiera portar un convertidor personal con el que generar la energía que
necesitase y eliminar la utilización de
otras fuentes de energía más contaminantes.
El
fin, sin embargo, era otro. Para cuando
me di cuenta del engaño, ya era demasiado tarde. Mejoramos la campana, la
hicimos mucho más pequeña, más eficaz, mejoramos la forma de condensar y
almacenar la energía, lo redujimos todo al tamaño de un pequeño reloj de
bolsillo. El artilugio era caro, ya que necesitábamos que estuviera hecho de un
material superconductor y que fuera
capaz de almacenar correctamente la energía. El único material que reunía esas
características era el oro y, por
tanto, el ingenio debía de instalarse en una carcasa de oro. Se
fabricaron millones de relojes. Se distribuyeron entre la población y así se cerró el círculo.
Una
noche descubrí la farsa. El proyecto realmente se llamaba “Ciudad Perdida”. Me
habían permitido desarrollar y concluir mi invento debido a una de las
características que el mismo tenía y que yo no había descubierto todavía.
Fue Adolf, quien la encontró, y fue por
ello por lo que lo pusieron al frente del proyecto. Por eso, y por que se
vendió al mejor postor: la familia Kingston. El uso del reloj personal
energético provocaba, a la larga, pérdidas de memoria .
Lo
modificaron sin mi consentimiento, de forma
que el ingenio no almacenara energía eléctrica, fin para el que había
sido ideado, sino para que la
absorbiera y, posteriormente, la
disipara rápidamente y así, de esta
forma, fuera drenando paulatinamente la memoria del usuario, y
consecuentemente, la memoria colectiva
de la población.
Progresivamente se retiraron del mercado todos aquellos productos
que provenían del exterior, sustituyéndolos por otros locales que simulaban haber sido fabricados en otras
localidades. Se destruyeron todas las
muestras de tecnología más avanzada así como los libros de investigación, de moral
y de pensamiento. Se controlaron los canales de radio y televisión, reforzando mediante anuncios y publicidad
subliminal aquello que querían que la gente recordara y sepultando en la memoria aquello que se pretendía que se
olvidase. De forma velada y siempre actuando conforme a un plan preestablecido,
impedían que la población cuestionara sus postulados y concibiera ideas
novedosas o peligrosas para el régimen.
Como
te he dicho, cuando me di cuenta, cuando descubrí el engaño, ya era demasiado
tarde. Los relojes se habían distribuido entre la población, casi todo el mundo
los conservaba como si fueran una reliquia
familiar, con sus escudos
impresos, con sus lemas, con su historia, real o inventada, y no se separaban
de ellos. La actividad propagandística de la Alcaldía hacia el resto.
Cuando el proyecto estuvo finalizado y su diabólico plan en marcha, me encerraron en un laboratorio y me encargaron tareas de poca importancia que me presentaban bajo un aura de solemnidad y de servicio al bien común. Me permitieron conservar uno de los relojes, un prototipo, pero me negaron el acceso a las herramientas necesarias para operar sobre él.
Adolf
me visitaba de vez en cuando y me hacía preguntas sobre mis últimos
descubrimientos y mis impresiones. En algún momento, no recuerdo cuando, y
siendo conscientes que yo podía
descubrir los perniciosos efectos del reloj, me pusieron bajo vigilancia y restringieron mis actividades. Pero aún
así, lo descubrí.
No me dejaban salir, ni hablar con nadie que
no fuera del equipo. Por las noches, cuando me dejaban solo, con mucho
esfuerzo, luchando con los efectos de
mi propia creación, batallando contra la pérdida de mis preciados recuerdos y el deterioro
de mi memoria, desmontaba el modelo que
me habían permitido conservar e investigaba sobre él, quería impedir sus
efectos, quería encontrar alguna forma
que me permitiera revertirlos. Fue en vano. Cada día que pasaba me costaba más
manipularlo, sentía que me faltaban los conocimientos necesarios, olvidaba los
nombres de las piezas, la posición en la que debía colocar los engranajes, me
olvidaba de vosotros.
Finalmente, hasta me olvidé de que lo llevaba encima, me
olvidé de pensar, me olvidé de comer, de moverme, ignoraba incluso que era un
ser vivo y las noches sucedieron a los días.
Tras varios años de inactividad, una noche
recuperé la lucidez. Buceé en mi mente
y descubrí que todos mis recuerdos aún estaban ahí, que no todo estaba
perdido, esa noche ideé un plan. Empleando los pocos medios con los que contaba,
escribí estas líneas y las inserté en la memoria de mi propio reloj. Lo volví a
manipular de forma que, mediante el simple contacto, se produjera un
calentamiento en las bobinas de energía y el campo magnético que éstas
generaban, provocando que, durante unos instantes mi propio reloj fuera capaz
de modificar el pulso identificador de los demás relojes energéticos que
hubiera alrededor .
Una vez hube conseguido mi propósito, me acosté
a dormir y asumí en silencio la pérdida progresiva de mi memoria y mis
conocimientos. Mi última misión era muy sencilla, hacer venir a Adolf
y reprogramar su propio reloj energético de forma que, cuando
éste cediera su reloj a otra persona y
cambiaran las ondas energéticas de entrada, el reloj de Adolf revirtiera
sus efectos e insertara en la memoria de esa tercera persona los recuerdos
pertinentes que la obligaran a revelar este terrible secreto, de
revelártelo a ti, de salvarte de esta ignorancia en la que vives sumido. Te
pido perdón, perdón por todo lo que te he hecho sin saberlo, perdón por el daño
que le he provocado al mundo.”
El
relato continúa, me pica la curiosidad y decido seguir leyendo.
-Fin del fragmento 5.
Texto: Joaquín Torregrosa Luis.
Imagen: María José Torregrosa Luis
Fascinante la sociedad que has planteado y la forma a la que se ha llegado a ella.
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